Faltan detalles importantes. Algunos se aclararán tras las elecciones municipales y autonómicas. Otros en las negociaciones que empezarán el mismo 27 de mayo y que continuarán tras el 1 de julio, fecha anunciada para la investidura. Pero ya hay pocas dudas de que Pedro Sánchez será presidente. Lo que vendrá después no es tan previsible. Porque habrá llegado el momento de las reformas. No sólo las necesarias para abordar la crisis catalana, que seguramente se aplazarán un tiempo, sino, sobre todo, las que habrá que hacer para atender a la demanda social de cambio y a la necesaria puesta al día del país para superar definitivamente la crisis. Y sobre eso las cosas no están tan claras.
La lista es larga. Y tan importante como los asuntos que forman parte de ella es el orden en que serán afrontados. Ya no se tratará de anunciar cosas con el fin de atraer votos, que es lo que viene ocurriendo desde hace casi cinco años, sino de aprobar medidas que provoquen efectos reales, que funcionen. No es lo mismo empezar cambiando la reforma laboral de Rajoy que mejorando las condiciones financieras y de funcionamiento de las empresas, particularmente de las menos poderosas que son las que más gente emplean, para que éstas puedan asumir esos cambios y empezar a reducir la precariedad.
Y como esa, otras muchas disyuntivas en la que es preciso que el gobierno acierte. Evitando, al tiempo, que su actuación provoque una contestación social que podría terminar arruinando su gestión. Ese riesgo siempre existe y más cuando se han generado muchas expectativas sociales. Pedro Sánchez tendrá que tener mucho cuidado en sus relaciones con los sindicatos que tras un largo tiempo de casi ostracismo vuelven al primer plano de la política. No porque ahora sean tan poderosos como hace 20 o 25 años. Sino porque su eventual rechazo a lo que venga de La Moncloa puede tener un efecto multiplicador. El gobierno socialista tendrá que ser muy fino, no podrá cometer errores. ¿Ha meditado el PSOE un plan para actuar en ese contexto?
Pero tan importantes como las relaciones con los sindicatos van a ser las que el ejecutivo entable con la banca y la gran empresa, multinacionales a la cabeza. Y no tanto porque ese mundo pueda emprender peligrosas campañas si no le gusta lo que vaya decidiendo el gobierno, que el desastre del PP y el autismo de Ciudadanos reducirían casi a la nada el impacto político de esas eventuales iniciativas. Sino porque ninguna política económica puede funcionar si los grandes poderes financieros y empresariales la rechazan abiertamente.
Sin conceder nada sustancial, Sánchez tendrá que modular su política a fin de que no se produzca una ruptura drástica con esos poderes. Cuando casi el 15 % de la población activa sigue en paro no se puede jugar con eso. El portugués Antonio Costa es un buen ejemplo de cómo la inteligencia política y la moderación sin renuncias ayuda a promover reformas sin sobresaltos.
Es indiscutible que el nuevo gobierno habrá de llevar a la práctica sus anunciadas subidas de impuestos. A los que ingresan más, a la banca, a las grandes empresas y a los gigantes tecnológicos, así como a los herederos de patrimonios cuantiosos. Primero, porque necesita dinero, aunque no se sabe cuánto podrá ingresar de más por esas vías. Pero también porque está obligado a recortar sin dramas los extraordinarios privilegios fiscales de los que los más pudientes han disfrutado durante la era Rajoy.
Y, además, las medidas anunciadas no son para tanto. Esos ambientes se han enriquecido tanto durante estos últimos años que podrán perfectamente asumir las futuras exigencias fiscales del gobierno Sánchez. Digan lo que digan sus corifeos, cuyo eco social ya se ha visto hasta dónde llega electoralmente. Pero las maneras y los tiempos serán tan importantes como los contenidos.
Por otra parte, el Estado tendrá que gastar más en sanidad, en educación y en otros capítulos sociales para revertir cuanto se pueda los formidables recortes sociales que se han hecho en la última década. Esa es una tarea prioritaria, que sí debería empezar desde el primer día para frenar el grave deterioro que se está registrando en esos ámbitos.
Sin esperar a la reforma de la financiación autonómica y del Estado de las autonomías en general, un asunto que se debería abordar en serio antes de que termine la presente legislatura. Pero que es demasiado complejo y que requiere de profundos entendimientos en todos los frentes como para pensar que se puede resolver en dos días.
Pedro Sánchez tendrá que echar cuentas -esperemos que algunas ya las haya hecho-, pero la impresión es que tendrá algo de margen para gastar en esos terrenos. Y también en el de la actualización de las pensiones. Que aparte de justa, no sin modificar algo en ese ámbito, le podría proporcionar algo de la popularidad que tanto va a necesitar.
Y tendrá dinero, no mucho pero sí suficiente para tapar agujeros importantes, porque el crecimiento de la economía le va a permitir ingresar más mientras dure, que no está muy claro si las barbaridades de Donald Trump lo van a permitir durante mucho tiempo. Y porque todos los analistas coinciden en que la austeridad impuesta por la UE empieza a hacer aguas y quien más o quien menos empieza a alejarse de sus preceptos en Europa. Saber moverse en los espacios que parecen abrirse y hacer una diplomacia inteligente será otro de los desafíos que tendrá ante sí el nuevo gobierno.
Está claro que sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos, dar un golpe a la ley mordaza y tomar medidas que atiendan a las demandas del movimiento feminista consolidarán la posición política del gabinete Sánchez. Pero lo fundamental será que sepa moverse bien en el terreno económico y social. Que logre que España empiece de verdad, y sin costes insoportables, su salida definitiva de la crisis.
Sin improvisaciones. Pensando muy bien las cosas y negociando lo que tenga que negociar antes de hacerlas. Y no como ha ocurrido con la última peripecia de Miquel Iceta. Porque tendrá tiempo para actuar con cordura. Y frente a unos rivales que no podrán hacerle sombra en bastante tiempo.