- El periodista Antonio Baños acaba de publicar La Rebelión catalana (eldiario.es Libros), un libro en el que retrata el proceso independentista “contra un régimen irreformable en el que las élites de perpetúan, con la Constitución y el rey a la cabeza”
La visita a las Cortes de delegados catalanes ha sido una de las estampas más costumbristas de la política española. Cada tanto, unos catalanes apuntan en un papel sus quejas y deseos y se van hacia Madrid con la esperanza de poder seducir y convencer a los españoles. Con el tiempo, la matraca catalana y el consecuente hartazgo español han entrado en un bucle secular. Porque si ustedes creen que esto de los catalanes yendo al Parlamento es culpa de las Autonomías, van ustedes muy errados.
La primera embajada a Madrid de estas de ir a pedir permiso data de 1640. Entonces se envió una comisión para pedir la libertad del diputado de la Generalitat Francesc de Tamarit, preso por el virrey. A la embajada ni siquiera se le dejó entrar a la cuidad y, meses después, Catalunya proclamaba la Primera República.
En febrero de 1653, Francesc Puigjener, embajador de Barcelona en Madrid, podríamos decir que retoma la ya cuatricentenaria tradición de ir a pedir permiso a la corte para autogobernarse. Luego fueron hasta el Manzanares las embajadas de Saiol, Agustí de Berardo, Montaner, Lanuça y, en 1698, la embajada a Madrid de Joseph Stampa. Un total de ocho viajes a Madrid en 50 años antes de que empezase el siglo XVIII.
En 1705, Pau Ignasi de Dalmases va como embajador del Consell de Cent a Madrid a quejarse de la actitud del primer Borbón, Felipe V. Éste no pudo dar la matraca: nada más llegar fue detenido y encarcelado.
En 1760, Carlos III convoca por única vez unas Cortes, y los diputados de la antigua Corona de Aragón vuelven al rollo apareciendo como Turull, Rovira y Herrera con un Memorial de Agravios entre los que está la discriminación del catalán con frases tan expresivas como: “¿Y van a ser los labradores catalanes, valencianos y mallorquines de peor condición que los indios?” A los cuales se les daba catecismo en sus lenguas aborígenes sin ningún problema. Claro está, como respuesta a estas peticiones, el rey Borbón decretó la obligatoriedad del castellano desde las primeras letras. Muerto el perro, se acabó la rabia, debía pensar.
El 28 de febrero del 1919, en el colmo de la originalidad, una comisión de catalanes se fue a Madrid con el texto de un protoestatuto de autonomía que había sido masivamente aprobado por los municipios catalanes y por instituciones cívicas como el Centro Regionalista Andaluz de Catalunya y el Barça. Total, que nada de nada. Acabó cayendo el Gobierno de Romanones, eso sí...
Cuando se proclamó la Segunda República española, a los catalanes les dio por escribir un Estatut y, antes de ir a Madrid, lo votaron. La mujer no tenía derecho a voto y, aun así, 400.000 escribieron su intención de voto. De la plaça Sant Jaume salieron los delegados, esa vez en loor de multitudes. Todo era esperanza y buen rollo. Pero en la tramitación, la presión fue brutal, el recorte fue el habitual. Recordemos la bonita premonición que el diputado radical-socialista Joaquín Pérez Madrigal le hizo a al diputado de Unió Carrasco y Formiguera: “Lo que defiende Su Señoría se defiende a tiros”. Cosa que se cumplió cinco años después.
La última romería catalana fue en diciembre del 2005. Artur Mas, Josep Lluís Carod Rovira y Manuela de Madre hicieron ofrenda solemne del último proyecto de Estatut. En aquella sesión todo fueron aplausos y parabienes, algo que se ha tornado en absentismo y silencio en esta visita de 2014, a 374 años de la primera procesión a Madrid, origen de la matraca catalana y del consecuente hartzago hispano. Uno de los más antiguos de Europa, eso sí.