El timbrazo del ring electoral todavía vibra. El gobierno socialcomunista, con un presidente adicto al poder y un exvicepresidente bolivariano, ha estado a punto de dejarnos con menos libertades que las de una campesina norcoreana. Sánchez e Iglesias habitan un búnker político a la espera de que la revolución de la libertad termine con esta etapa negra.
Hace falta un poco de perspectiva para prevenir la lipotimia digital. La hipérbole forma parte del valor añadido en la contienda política mediterránea. Los socialistas acosaron en los setenta al presidente Adolfo Suárez, contribuyendo a su dimisión; casi dos décadas después, el felipismo claudicó por un puñado de votos después de que los altavoces mediáticos se conjurasen una y otra vez para magnificar una serie de escándalos de corrupción que el PSOE no alcanzaba a soslayar
La estrategia de propaganda que nos golpea ahora guarda parecido con la de la mitad de los primeros años 2000: si Pedro Sánchez y su ambición han sido capaces de reavivar a ETA, el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero llegó a ser su “embajador” en el Parlamento; ZP, o también 'zETAp', “un bobo solemne”, había “traicionado a los muertos”; aquel presidente había facilitado la tramitación de un estatuto autonómico catalán que llevaba el sello de la banda terrorista. La misma que, untada en ácido bórico y con música de la Orquesta Mondragón, habría podido participar o no, al mismo tiempo, en los atentados del 11M.
De Zapatero –“vete con tu abuelo”, le gritaban en las manifestaciones a cuenta del capitán Rodríguez Lozano, fusilado en 1936-, el peor gobernante español desde Fernando VII, hemos pasado a Pedro Sánchez, un “felón” elegido tras ocupar el Congreso, publicar una tesis doctoral pastiche de trabajos propios y ajenos y, en resumen y en términos castizos, pactar con la anti España.
Este enfermo de ambición ha vendido nuestro país a los soberanismos periféricos, a los grandes inversores globalistas y a esa oscura coalición que tiene, en definitiva, un plan para vaciar de contenido el Occidente cristiano y hacer de La Tierra un planeta ideológicamente uniforme. El virus Covid-19 representa el eco vírico de los atentados de principios del milenio que exige una respuesta decidida por parte de la ciudadanía, una rebelión cívica como la de aquellos salvajes años previos a la última gran crisis del capitalismo.
Pero bajo la continuidad de esta corteza discursiva hay notables novedades. Si bien el presidente actual se enfrenta a la latente coalición de casi siempre, representa una curiosa excepción al haber ofendido voluntariamente a nuestra clase empresarial. Sin plantear en realidad un desafío a su tasa de beneficio -el Ibex-35, por ejemplo, sigue igual de estancado que en las fechas del abrazo masónico Iglesias-Sánchez, en noviembre de 2019-, el presidente, por convicción, por estrategia electoral o por ambas razones, ha sido formalmente crítico con algunos protocolos hasta ahora institucionalizados.
Su puntual negativa a hacer de incondicional embajador de las grandes marcas en el extranjero lo ha convertido en anti empresarial; sus críticas a determinados oligopolios regados tradicionalmente con dinero público amenazan al transparente libre mercado español; sus impuestos a los beneficios extraordinarios en medio de una epidemia inflacionaria, algo razonable y quizá insuficiente, lo han convertido en el enemigo corporativo número uno, en un mal sueño que debe acabar cuanto antes. Todo empresario politizado debería ser generoso para financiar el ajuste de cuentas mediático que está teniendo lugar estos días.
Esta agotadora confrontación en la que casi todo cabe refleja la pasión electoral española, pero también lo que muchos consideran una debilidad estructural de la élite corporativa: su arraigada costumbre a la socialización de pérdidas y a la privatización de ganancias, una adicción que no puede ser suprimida sin suponer un gran coste económico.
Haber desnudado burdamente el poder que banca, eléctricas o constructoras detentan en un país que abrazó el crecimiento económico alimentándolas de plusvalías está penado con el escarnio político. Sánchez es peligroso porque su obstinación, desde los inicios de su quijotesca trayectoria, ha servido para destapar vergüenzas como esta. Por eso, su victoria no es en absoluto una opción para determinados intereses.
La urgencia por que este presidente se marche para siempre refleja, por supuesto, la antipatía de una importante parte de este país, pero también la necesidad de que ciertos poderes no tan ocultos vuelvan a contar con atribuciones estatales que con la cultura política sembrada por el gobierno de coalición podrían verse seriamente cuestionadas. De las urnas emanan formalmente unos líderes elegidos, pero la legitimidad operativa se decide también en otros foros. Qué interesante resultaría para todo observador y analista que lo que tiene necesariamente que pasar no sucediera finalmente el 23J.