El algoritmo de Instagram me tiene muy calado. El tobogán directo hacia el abismo del entretenimiento y la procrastinación que son los reels me lanzan una y otra vez al mismo lugar: las recetas deliciosas que nunca voy a hacer, las últimas jugadas destacadas de la NBA, sketches de humor de shows en directo y de vez en cuando algo diferente, pero casi nunca nada del genocidio en Palestina.
Últimamente me ha llamado la atención un tipo de vídeos. Son cortes de incidentes violentos como atracos, palizas, insultos graves o todas a la vez. Muchos publicados en cuentas de medios de comunicación conocidos, aparentemente rigurosos, con un contexto mínimo, pero que provocan siempre el mismo efecto: estremecen a cualquiera con un corazón latiendo e indignan a quien tenga un mínimo sentido de la justicia.
Alguien se preguntará qué interés puede tener un incidente aislado, que muchas veces no va más allá de una detención y su correspondiente proceso, como para ser publicado en medios de alcance nacional. La respuesta está en las miles de interacciones que generan. Basta con ver los comentarios y sus patrones.
Cuando quien perpetra la injusticia es visiblemente una persona racializada, los comentarios preguntan con sarcasmo si come jamón, apuestan a que es un “joven de jovenlandia” e ironizan con que son quienes nos pagan las pensiones. Cuando quien comete la injusticia en el vídeo es una persona blanca, se lamenta la publicación del fragmento alegando que si fuera alguien que come jamón o un joven de jovenlandia nunca hubiera visto la luz en los medios de comunicación. Del cerdo se aprovecha todo y del racismo, también.
Es impresionante el don de la ubicuidad de las personas racializadas y migrantes. Quitan el trabajo a los españoles y al mismo tiempo viven de las ayudas. Cometen delitos a ojos de todo el mundo y al mismo tiempo delinquen ocultos por los medios. Pero lo importante aquí es el mensaje de fondo: la idea de que las personas racializadas y los migrantes son delincuentes siempre, a todas horas y en todas partes. Y eso la política no lo deja pasar porque del racismo se aprovecha todo.
La campaña electoral en Catalunya ha estado atravesada por el discurso de la inseguridad, que es la máscara usada para colar la criminalización racista contra los menores migrantes, manteros o los inquilinos precarios acusados de ocupación. En la cesta de la inseguridad se mete racismo y de ella se sacan votos, una apuesta segura que aprovechan Vox, Aliança Catalana y un PP que es padre, y no socio de conveniencia, de una extrema derecha española que creció bajo su ala hasta que se independizó.
Esos vídeos virales en los que se preguntan si comen jamón nos dicen mucho sobre cómo el racismo se cuela, oculto tras una máscara o sin ella, en nuestras vidas. También sobre cómo la extrema derecha conoce ese lenguaje, apuesta por él y lo capitaliza electoralmente. Del cerdo se aprovecha todo y del racismo, también.
Al otro lado echo en falta las propuestas concretas por parte de los sectores progresistas de la sociedad, impulsadas con la idea de hacer frente a la extrema derecha, sí, pero por encima de todo con el plan de mejorar la vida de las personas racializadas y migrantes. Recuperar el derecho al voto robado a los migrantes que llevan viviendo años en el país (cerca de un millón en Catalunya), tomar medidas frente a la discriminación racial en el acceso a la vivienda, afrontar con seriedad la segregación escolar o aprobar de una vez por todas la regularización de migrantes son propuestas que llevan tiempo sobre la mesa.
El pensador antirracista Helios F. Garcés recordaba cómo la negación de la islamofobia ha catapultado a los monstruos que llevan años presentes en las sociedades catalana y española. Siempre estuvieron ahí, pero no todos los quisieron ver. Ahora que salieron de las penumbras de la negación, es el momento de dejarse arrastrar por la esperanza cotidiana de quienes, día tras día y más allá de periodos electorales, empujan para construir una sociedad que afronte con hechos, acciones y soluciones su problema con el racismo.