¿Cien días de gracia?

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Aunque la expresión pueda llevarnos hasta Napoleón y la restauración de su imperio, en política los 100 días de gracia se le deben a Roosevelt. Estados Unidos vivía la crisis del 29: los bancos habían quebrado, las bolsas de Nueva York y Chicago estaban cerradas, el país había perdido un tercio de su riqueza, el paro rondaba el 25% y los militares estaban en alerta por los brotes de violencia en las colas formadas para la retirada masiva de efectivo en las entidades financieras. Y el presidente de los EEUU pidió aquel plazo acotado en el tiempo a modo de llamada al consenso ante la emergencia nacional que provocó la Gran Depresión.

Desde entonces, los 100 días de gracia se consideran una especie de pacto tácito en el que oposición, opinión pública y medios de comunicación conceden una especie de bula a la acción de gobierno. El recién estrenado presidente del PP ha reclamado para sí mismo y su labor de oposición lo que hace tiempo no se otorga a ningún gobierno porque la política ya no entiende de más plazo que el inmediato. 

100 días son más de tres meses y en ese tiempo el nuevo líder del PP, que fue aclamado a ritmo de rianxeira con un abrumador 98,35% de los votos de los compromisarios que asistieron al cónclave de Sevilla, tendrá que tomar decisiones importantes que marcarán su liderato y pondrán a prueba su declarado sentido de Estado. Una cosa es ofrecer acuerdos, un nuevo estilo de oposición y desmarcarse en el relato del “cuanto peor, mejor” y otra, pasar de las palabras a los hechos. 

El papel y los discursos lo aguantan todo, pero el tiempo del que dispone Feijóo para demostrar que el suyo es otro PP es mucho menor al de los 100 días que demandó a la prensa en los pasillos del Palacio de Congresos de la capital hispalense, tras ser coronado. Su partido tiene pendiente la renovación del CGPJ, cuyo mandato lleva más de tres años vencido pese al mandato constitucional que obliga a los partidos a renovar el órgano de gobierno de los jueces en tiempo y forma. Casado lo bloqueó por mero interés partidista, y Feijóo no puede demorarlo mucho más.

En el horizonte inmediato tendrá que definir la relación que el PP quiere con Vox y si hará seguidismo o no de su agenda y su discurso, como hizo su antecesor y ha interiorizado sin problema alguno Isabel Díaz Ayuso. Si es seria su apuesta por la “España plural y diversa”, defiende con convicción las lenguas cooficiales, es un partido europeísta, autonomista, y respeta todo tipo de familias, poco tendrá que hablar con la ultraderecha y mucho que decir o hacer sobre la coalición de gobierno en Castilla y León, más allá de transmitir en privado su malestar por la negociación que llevó a cabo Mañueco con los de Abascal. Por acción u omisión, esa entente con quienes han celebrado este lunes la victoria electoral de Viktor Orbán en Hungría se le imputará, lo quiera o no, porque la relación con el nacionalpopulismo es su principal desafío, como lo ha sido para todo centro-derecha europeo, donde unos lo resolvieron con el llamado “cordón sanitario”  y otros se convirtieron en una copia de ellos. 

Tampoco podrá pedir un aplazamiento para decidir si apoya o no la convalidación del decreto de medidas del Gobierno contra las consecuencias de la guerra en Ucrania. Hasta el momento, de sus palabras se deduce que ha enfriado la posibilidad de respaldarlo porque el texto no incluye una bajada general de impuestos que, según su interpretación, Sánchez acordó en La Palma y, sin embargo, no aparece como tal en la declaración suscrita con las Comunidades Autónomas. Antes de 30 días tendrá que decidirse y en su propio partido ya avisan de que tendrá que meditarlo porque, si lo apoya, será crucificado por el universo mediático de la derecha.

Es precisamente entre los medios afines donde no han respetado ni 100, ni 10, ni siquiera un día de gracia. La moderación en su narrativa, su presunta disposición al diálogo y, sobre todo, su decisión de diluir a Ayuso en el reparto de poder orgánico, ya le han valido las primeras críticas de las plumas más cercanas a su espectro ideológico. Otras, ya buscan acomodo en el supuesto neocentrismo y la moderación como si nunca hubieran azuzado la polarización y el enfrentamiento ni defendido las tesis más ultras.

España no está para prórrogas ni para tiempos muertos. El tiempo apremia y Feijóo no dispone de mucho para fijar las coordenadas de su acción de oposición, más allá de discursos en los que no se le puede interpelar. Lo que cuentan son los hechos y las respuestas concretas a todas las preguntas que se le puedan plantear en una rueda de prensa que, por cierto, ha evitado hasta el momento.