Cristina Cifuentes ha concluido su metamorfosis en Esperanza Aguirre en un tiempo récord. Lo que a Aguirre le costó toda una larga trayectoria política hasta acabar de forma penosa, para Cifuentes ha sido una carrera corta de no más de dos años y 9 meses desde que fue elegida presidenta de Madrid. A diferencia de las orugas y las mariposas, este tránsito ha sido al revés. No acaba con ella con un aspecto radiante, sino con el espanto que producen las mentiras y el cinismo.
Cifuentes ha mentido. De forma reiterada y consciente. Reaccionó enfurecida a la primera información (recuerden, “soy hija de militar”, “creo en la cultura del esfuerzo”, fueron algunas de sus respuestas en Onda Cero) defendiendo que había hecho el máster en unas condiciones perfectamente normales. Como cualquier otro alumno.
¿Qué no contó? La presidenta del PP madrileño no dijo que no había aparecido en las clases de un máster que exigía la presencia de los alumnos. No dijo que no había hecho los exámenes con el resto de alumnos, es decir, no los había hecho, punto. No dijo que los cambios en sus calificaciones se realizaron saltándose todas las normas del centro cuando es necesario hacerlo. No dijo que el presunto trabajo de fin de máster no iba a aparecer, y nadie a estas alturas se cree que exista. Presentó unos documentos requeridos a toda prisa a la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) para construir una coartada que, como se supo después, incluía firmas falsificadas.
En el acta del tribunal que presuntamente examinó a la presunta alumna Cifuentes sobre su presunto trabajo final, dos de las tres firmas habían sido falsificadas. La Fiscalía ya tiene motivos para iniciar una investigación penal.
La investigación administrativa que inició la URJC está contaminada por el hecho de que el rector dio información el primer día que ha resultado no ser cierta. Se convirtió en abogado defensor de Cifuentes y dio la cara por ella. Si estaba metido en la trama o si fue engañado por personal del centro en el que confió es algo que tendrá que dilucidar la investigación penal. Incluso en el segundo caso es difícil aceptar que pueda seguir en el puesto.
Bajo su responsabilidad, se ha producido un chapucero intento de encubrimiento que ha hundido la reputación de la URJC. Profesores, alumnos y personal administrativo de esa universidad deben saber que si no reaccionan de forma drástica, el prestigio de sus puestos académicos, su formación y sus licenciaturas quedará sepultado para mucho tiempo. En lo que respecta sólo a la URJC, de ellos depende que se recuerde las dimensiones del fraude o la respuesta que ellos dieron.
Cifuentes ya no tiene reputación que defender. Da igual cuántas mentiras haya dicho. Podrían ser catorce o quizás alguna más, porque hay serias dudas sobre el primer no-máster que hizo, que ella presenta en su currículum como un máster en Administración Pública y Dirección de Empresas, lo que es falso. No pudo evitar la tentación de añadir la coletilla “y Dirección de Empresas” para que pareciera otra cosa. Su carrera profesional está totalmente ligada a su actividad política desde que fue elegida diputada autonómica del PP en 1991 con 27 años. Había que embellecer el historial.
Contra lo que piensa mucha gente, dedicarse de forma profesional a la política puede ser una actividad muy noble. No lo es mentir de forma compulsiva sobre tu nivel académico para aparentar lo que no eres.
En esa transformación en una Esperanza Aguirre más joven, pero igualmente rabiosa cuando cuestionan su valía, a Cifuentes no le ha faltado ni siquiera el broche final. Al saberse que la Fiscalía iba a investigar el caso, reaccionó diciendo que lo consideraba una “buena noticia”. Es más, el mérito era de ella: “He sido yo la primera que puso el tema en manos de los tribunales”. Y todo por la amenaza de querella contra dos periodistas de eldiario.es con la intención de intimidar a este medio para impedir que siguiera informando del fraude cometido.
Era como volver a escuchar a Aguirre decir que fue ella quien “destapó” la trama Gürtel. De tanto darse golpes en el pecho, no vio venir la trama Púnica que le pasó por encima y la dejó tirada en la cuneta.
En parecido estado ha quedado Cristina Cifuentes a la que se le puede aplicar la vieja máxima que dice que a veces, no siempre, lo peor no es el delito o irregularidad, sino el encubrimiento.
En el plano político, Albert Rivera ha quedado en una posición similar cuando justificó la negativa de su partido a apoyar una moción de censura o a amenazar al PP con la retirada del apoyo parlamentario si Cifuentes no dimitía. “No se puede echar a una presidenta autonómica solo por las investigaciones periodísticas de un diario digital”, dijo el jueves. Ante un caso de corrupción sustentado en documentos, el presidente de Ciudadanos trataba con desprecio a un medio de comunicación y al trabajo de los periodistas en general.
“Ahora hay dos verdades, la de Cifuentes y la de un periódico digital”, dijo, poniendo a la misma altura las mentiras de la primera y las informaciones contrastadas y documentadas de unos pocos medios de comunicación (la prensa de Madrid se limitó a contar las reacciones políticas en los primeros días de la crisis).
No había dos verdades. Nunca las hay. Hay hechos, y si acaso varias versiones. Pero Rivera prefería hacer creer a todos que los partidos pueden investigar delitos en esas siempre fallidas comisiones de investigación, cuando ese es el trabajo de jueces, fiscales y policías, y también de los medios de comunicación dentro de sus posibilidades. El líder de Ciudadanos tiene el derecho a proteger los intereses electorales de su partido en Madrid, pero no al precio de ignorar la realidad y echar un cable político a una mentirosa.
En el PP, ya no se hacen ilusiones, por mucho que Rajoy calificara de “polémica estéril” el trato de favor continuado que disfrutó Cifuentes en una institución financiada con fondos públicos y la aparición de firmas falsificadas. “Todo esto nos hace un roto de cojones”, dijo a ABC un miembro de la dirección nacional del partido. Y eso que la frase es anterior al anuncio de la Fiscalía.
En ese “roto de cojones” cabe toda la carrera de Cifuentes, su expediente académico y su soberbia cuando se descubrió que su política declarada de “tolerancia cero” contra la corrupción acababa precisamente justo antes de llegar a sus responsabilidades. Aunque sólo sea por compasión, alguien debería acabar con esta vergüenza.