Gran parte del cine de acción de hollywoodense se limita a desarrollar con más o menos explosiones y cromas dos guiones. Por un lado, le hacen pupa a un ser querido de quien protagoniza la peli. Antes era la chica, pero están las chicas ahora como para salvarlas. Cuando todo el mundo sabe que las parejas tienen fecha de caducidad, no tiene sentido jugarse el pellejo por ella. Así que la chica ha pasado a ser la hija (los hijos, esos grandes ausentes), y todo se reduce a “por mi hija, mato”. Por otro lado, la tensión entre libertad y seguridad. Normalmente el hombre blanco maduro (con quien único te puedes meter sin que te acusen de políticamente incorrecto) dirige alguna gran corporación que con pretexto de velar por nuestra seguridad, pone en riesgo nuestra libertad. Una coalición “arcoíris” se opondrá al dominio del macho alfa imperial-corporativo. Esta es la variante progresista del cine de acción. La última entrega de la saga de Marvel, Capitán América: Civil War, opta por hacer variaciones sobre este tipo de guion.
A quienes no conocen al Capitán América, les puede resultar chocante que el bando insurgente, que defiende la libertad frente a la seguridad, sea encabezado por alguien que lleva un pijama futurista basado en la bandera estadounidense. No saben que el Capitán América renunció a su nombre y uniforme en la época de Nixon, pasando a ser Nómada, pues consideraba que su país había traicionado los valores que él defendía. Es una muestra clara de que su nacionalismo es constitucional, no identitario o de sangre. Cuidado, constitucional en el sentido de Habermas, no de Aznar y compañía. Un patriota constitucional no es que el defiende la derecha rancia escondiéndose en nuestra Constitución. Un patriota constitucional es quien defiende el orgullo de ser miembro de un país respetuoso con los derechos fundamentales y solidario con los que más sufren, no el que se desentiende de los refugiados, mete en la cárcel a titiriteros y se regocija cuando recorta derechos a los parados.
Capitán América es un héroe republicano, pero no del Partido Republicano, sino republicano en el sentido de la antigua Roma. Es republicano porque su compromiso heroico no es una coartada de la sed de venganza, como casi todos los héroes de Hollywood, sino que nace del compromiso con lo público, con un modelo de sociedad, de defensa de su país frente a la amenaza fascista. Ya no se ven héroes así en el “main stream”, héroes que se sacrifiquen por defender lo público; lo normal es que un disgusto personal sea el detonante que les lleva a repartir mamporros, tiros y correr delante de lenguas de fuego.
Esta última entrega de la saga es interesante desde el punto de vista político, no sólo por cómo representa la tensión entre libertad y seguridad, sino porque muestra que cada intervención violenta para asegurar la paz genera “daños colaterales” que son el germen de futuras violencias. Viene a ser una parábola de las desastrosas intervenciones militares de EEUU tras la Guerra Fría, que, con ánimo de pacificar el mundo, lo han hecho más inseguro.
Pero más interesante es lo que no cuenta esta película y casi ninguna del “main stream” hollywoodense (quizá Los juegos del hambre sea una excepción). El debate sobre la distribución de recursos y sobre la organización de la economía. El cine convencional más progresista se limita a plantear el dilema libertad vs. seguridad, pero no reflexionar sobre el capitalismo, un sistema económico en el que la riqueza se produce se de forma colectiva, pero se la apropian de forma individual los propietarios de los medios de producción.
En este sentido, Hollywood no es más que un reflejo de los debates políticos actuales, donde la cuestión de la distribución se limita como mucho a un problema de redistribución, es decir, seguimos dejando la apropiación privada del producto colectivo, y nos contentamos con poner impuestos y redistribuir. Lo más de izquierdas es poner más impuestos a los ricos. Lo de acabar con el capitalismo, si eso, ya tal, que diría nuestro Presidente.
El auge de los populismos quizá tenga que ver con esta ausencia de debate sobre la naturaleza del modo de producción. El malestar que genera el capitalismo se expresa de diversas formas. Donald Trump es una de ellas, con su discurso a favor de una parte de los perdedores de la globalización (white trash y rednecks, o sea, lumpen y paletos), da un marco de sentido fascista a las fracturas sociales que origina el capitalismo, desatado tras el fin de la Guerra Fría. La izquierda cultural ha dominado el debate público desde el 68, con las cuestiones de identidad, y se ha olvidado de la izquierda económica, la que intenta superar el capitalismo. La crisis ha vuelto a poner sobre la mesa el problema de la desigualdad económica y sobre cómo embridar el capitalismo, pero no sobre la naturaleza del capitalismo.
El populismo de derechas quizá no sea más que una expresión de un síntoma reprimido del capitalismo, la falta de crítica económica en la cultura popular. Lo que ha hecho el populismo de derechas es apropiarse de herramientas críticas de la izquierda cultural, como la diferencia y la identidad, de forma reactiva. El mal, en vez de estar encarnado en el capital, está en el otro que amenaza nuestra cultura y nuestra identidad.
Visto así, el vacío en la cultura popular en criticar al capitalismo estaría siendo ocupado por el discurso populista de la identidad, que culpabiliza a las minorías de todos nuestros males.