La derrota de Jeremy Corbyn ha sido aplastante. Y lógica. De su resultado se pueden sacar muchas conclusiones que, como siempre, no servirán para nada, porque esos mismos errores se repetirán cíclicamente hasta que la coyuntura y el contexto social cambien. No se pueden hacer extrapolaciones sobre la situación específica de cada país, pero al menos puede servir para ayudar a comprender nuestra propia esencia. Sin maximalismos ni pontificar estrategias ganadoras infalibles que han funcionado el número exacto de cero veces.
Cuando se produce una derrota de la izquierda, no faltan aquellos que aprovechan para vender sus posiciones igual de derrotadas en otra infinidad de ocasiones. Es un modus operandi habitual también en quienes creen tener la clave para parar el ascenso de la extrema derecha y proponen soluciones contrarias a las que algunos dan, que han resultado igual de fracasadas en otros tantos países. Ese ejercicio de oslodijismo es lo más vacío e inane que puede existir, porque además es falso cuando no se asume que operan circunstancias exógenas distintas en cada contexto y que son inasibles para instaurar estrategias infalibles.
Tras la derrota de Corbyn, han aparecido los que achacan la derrota a las posiciones inequívocamente de izquierdas del candidato laborista. Demasiado radical, dicen. No se puede ser tan radical y vencer. Porque Boris Johnson ha vencido con una campaña moderada que busca el centro y la estabilidad. Sin populismo ni confrontación entre ciudadanos, sin radicalismo. Rajoyismo brit, parece que hace el muchacho. La brecha de edad también ha servido para instaurar posiciones maximalistas sobre las causas y fundamentos de la victoria de Johnson, debido al gran apoyo que ha tenido entre los mayores de 65 años y la pujanza laborista entre los más jóvenes. Pero lo cierto es que en Eslovaquia, el partido neonazi Kotleba es el más apoyado entre los ciudadanos de menor edad y augura malos tiempos futuros, algo que cualquier profesor de secundaria en España puede firmar debajo de estas líneas. Porque viene una generación en España de hombres jóvenes adoradores del fascismo. No hay claves mágicas cuando el contexto sociopolítico está intoxicado del virus nacionalista.
Siempre existen enseñanzas y aprendizajes de cada proceso electoral, de cada contexto social, de cada elemento de análisis dado en el debate público. Uno de ellos es el que se produce de manera sistemática en ciertos lugares de tradición izquierdista cuando viran a posiciones posfascistas o populistas de derechas. Se suele culpabilizar a la izquierda de un supuesto abandono de los valores tradicionales obreros por la disolución posmoderna de ideales basados en las identidades sexuales, étnicas, raciales o culturales. Estos análisis suelen obviar que ese obrerismo tradicional es en la actualidad una identidad romántica más, que ha perdido valor al disociarse del valor trabajo y que precisamente el triunfo de los posfacismos no está basado en esa defensa del bienestar de la clase obrera protegiendo su trabajo, sino sustituyéndolo por otra identidad basada en la nación, en la patria excluyente frente a un invasor extranjero, que es el causante de todos los males a los que está sometida la clase trabajadora.
El triunfo de los posfascismos no está en la defensa de lo material frente a la identidad, sino en cambiar el sujeto político de la identidad hasta llevarlo al peor lugar posible de confrontación para la izquierda de toda Europa: la identidad nacional y la xenofobia. El nacionalismo. La paradoja es que en España la mayoría de la izquierda ha asumido el tóxico discurso nacionalista en el bando perdedor. Somos así de listos.
No es cierto que la izquierda en España no sepa realizar un diagnóstico adecuado de la sociología de la clase obrera tradicional para intentar ganar su favor. Tampoco es cierto que los laboristas no sepan lo que se venía encima, sino que eran conscientes de que no podían variar sus posiciones hacia postulados inasumibles para los valores progresistas. Defender la diversidad y la pluralidad de nuestras sociedades es un valor eminentemente progresista, y hay que defenderlo hasta la derrota final. Claro que es ganador el discurso nacionalista y xenófobo en un contexto social de regresión del Estado del bienestar, pero saberlo no implica que vayas a adquirir esos postulados para ganar el favor de tu votante potencial. Eso es el fusarismo y es la mayor derrota de la izquierda. Más aún que perder cien batallas, así has perdido la guerra por rendición incondicional.
La clase obrera es conservadora. Sociológica y existencialmente conservadora. Y conservar no es de derechas. No tiene por qué serlo. Los que nos hemos criado en el seno de una familia de clase trabajadora hemos aprendido que el valor fundamental de supervivencia de nuestro entorno es la defensa de lo poco que tenemos. Defender a tus seres queridos es proteger con uñas y dientes el trabajo, el techo y el sustento. Conservar lo poco que te mantiene en pie y con dignidad, conservar una estabilidad, una seguridad que te proporcione el hogar donde agruparse y sentir calor. Hacer casa.
Solo la inminencia de la pérdida de esa seguridad hace que salgas a la calle a defenderla con furia, porque lo harás si está en cuestión, con huelgas, voladores, barricadas y lo que sea preciso. Pero ese sentimiento romántico de lucha obrera, enarbolado sobre todo por la izquierda burguesa que puede arriesgar, es para las familias que menos tienen el último recurso. El sentimiento de autoprotección del núcleo familiar de una familia obrera se inicia con una postura conservadora. A veces temerosa, que tener miedo es humano y muy proletario. Esa incertidumbre vital forma parte de la conciencia colectiva trabajadora, y no pasa nada por asumirlo. Uno de los principios fundamentales que tiene que asumir la izquierda es que no puede dar la impresión de poner en riesgo el empleo y los hogares de la clase trabajadora. No intentemos llevar a la clase obrera al filo del precipicio antes de tiempo, porque se refugiará en aquellas opciones políticas que le proporcionen esa sensación de seguridad y protección menos arriesgada para sus intereses que se llama nacionalismo y racismo.