Cualquier solución a las violencias que sufren las niñas, adolescentes, mujeres y disidencias al código patriarcal de la cisheterosexualidad blanca colonialista pasa por afrontar las desigualdades que anclan esas creencias de superioridad que transfieren los prejuicios y sesgos. Esos que justifican que sus deseos y sus derechos sean desechables y sus cuerpos puedan ser agredidos y sus vidas asesinadas.
No podemos mirar hacia otro lado, ni desde los feminismos ni desde los movimientos sociales pro-derechos, cuando el mundo está estructurado violentamente y de forma desigual. Renunciar a nuestra capacidad de reaccionar ante las violencias machistas, ante las cifras, los testimonios y las evidencias no es aceptable. Solo colectivizando ese dolor y esa rabia es posible construir consensos y solidaridad. Por eso, la derecha extrema y descentrada ataca esas acciones colectivas que son las declaraciones institucionales y los minutos de silencio, que son las manifestaciones y las concentraciones contra las violencias machistas, que son los movimientos que encarnan los feminismos. Intentan, de esa forma, a que las instituciones democráticas renuncien a condenar las violencias de género.
Si algo enseña la doctrina de los fundamentalismos religiosos, de la retórica antidemocrática de las élites políticas y los mantras capitalistas de la economía es a conformarse en la impotencia, en la inacción, en la derrota, en la crispación y en la desesperanza. De esa forma, obtienen la complicidad -cuando no directamente la participación directa- en el desprecio, la tortura y el exterminio de aquellas mujeres cuyas vidas son despreciables bajo la mirada del racismo, del antigitanismo, la aporofobia, la lgtbfobia y, por supuesto, del machismo.
Son ellas las que desafían, solo por ser mujeres, ese algoritmo patriarcal que guillotina su libertad personal, sexual, reproductiva y de movimiento. Un algoritmo (u orden político, que diría Rita Segato) con un mandato claro: hacer que las vidas en femenino sean mercancía para la militancia neoliberal y un objeto de sumisión para las masculinidades tóxicas.
Ante las violencias (en plural) que sufren las mujeres (en colectivo e individual) –y en medio de una pandemia que nos obliga a aislarnos y a virtualizar las relaciones– es más necesario que nunca colectivizar la lucha contra las violencias que sufren. No necesitamos amarnos unas a otras para actuar conjuntamente, solo tenemos que reconocer que dependemos mutuamente, que nos necesitamos, que estamos interrelacionadas. Aceptar que, por encima de cada una, hay una necesidad política mayor que solo puede articularse incorporando las voces de las mujeres que, desde los márgenes, son sistemáticamente, calladas y violentadas por las instituciones y por quienes –también dentro de los movimientos, grupos y colectivos– cuentan con el privilegio de la raza, la clase y el género.
Si queremos contraponer a quienes se empeñan en mirar al pasado, necesitamos mirar al futuro, y hacerlo desde la capacidad de colectivizar la lucha contra las violencias machistas. Eso implica comunicar y dialogar de forma no violenta entre nosotras, hacerlo desde el compromiso con el respeto y tomando conciencia de la toxicidad y el peligro que representa la intolerancia para la vida y la integridad de las más vulnerables y vulneradas. Colectivizar la lucha contra las violencias machistas es una práctica social de resucitación recíproca.
Colectivizar la lucha contra las violencias machistas es apostar por la política del cuidado y de la vida, ir más allá de la empatía para alcanzar la sororidad sin resistencias a interseccionar y a dejarse atravesar por las historias de las mujeres en cuyo dolor somos partícipes. Colectivizar la lucha contra las violencias machistas es construir una justicia feminista no punitivista que exija poner fin al sufrimiento e implantar un proceso de reparación transformativa que escuche a las supervivientes mientras busca atender la fragilidad que se parapeta tras las violencias desiguales.
Solo dejando de lado la lógica patriarcal que juzga, condena, excluye y reproduce el daño y el estigma, esa que deshumaniza y señala enemigos a los que perseguir, será posible colectivizar la lucha contra las violencias machistas y acabar con estas. Como señala Judith Butler en su último libro: “parte de las violencias que conocemos son una reacción a los progresos que hemos hecho, y eso significa que debemos seguir avanzando y aceptar que se trata de una lucha continuada, una lucha en la que los principios fundamentales de la democracia, la libertad, la igualdad y la justicia están de nuestro lado”. Por ellas, por nosotras y por todas, hagamos de nuestra diversidad y nuestra diferencia una hegemonía, un poder colectivo que acabe con las violencias machistas.