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La comparación del 23-F y el 1-O

Doy por supuesto que los lectores conocen la comparación que ha hecho Cayetana Álvarez de Toledo entre el golpe de estado del 23-F de 1981 y el referéndum del 1-O de 2017. También doy por supuesto que los lectores conocen su opinión de que el primero supuso una amenaza mucho menos grave que el segundo para la democracia española.

La comparación es absurda. Entre el secuestro del Gobierno y del Congreso de los Diputados acompañado de la ocupación con los tanques de las calles de las provincias de la Comunidad Valenciana por orden del teniente general Milans del Bosch y la presencia de ciudadanos en colegios electorales para depositar su voto en una urna no hay punto de comparación. El 23-F fue una amenaza cierta, consumada, para la democracia española. Se trataba expresamente de sustituir el Gobierno democráticamente constituido por otro que se impondría como consecuencia del uso de la fuerza armada. Nada de eso se pretendía con el 1-O.

No es, sin embargo, absurdo pensar, sabiendo lo que sabemos hoy, que, políticamente, el 23-F fue un problema de menos entidad que el que ha representado y representa el 1-O. El 23-F fue el último coletazo contra el nuevo régimen constitucional por parte de elementos del Antiguo Régimen. A partir de su fracaso, el “poder militar”, que tanta presencia había tenido en la historia constitucional de España, dejó de tenerla. Mejor dicho: el propio concepto de “poder militar” desapareció de nuestro sistema constitucional. El rebote del 23-F, por así decirlo, acabó teniendo aspectos positivos para la democracia española. En todo caso, es algo que pertenece al pasado, cuya repetición resulta inimaginable.

El 1-O no fue en ningún momento un alzamiento violento contra la democracia, pero no es algo que pertenezca al pasado. Fue la expresión de una demanda política que sigue viva. Laia Balcells, profesora de Ciencia Política y Resolución de Conflictos de la Universidad de Georgetown, en su artículo Polarización y consenso en Catalunya, con base en su investigación académica, afirma que “en nuestras encuestas constatamos que cerca de un 80% está a favor de un referéndum para resolver el problema territorial frente a un 20% que considera que empeoraría la situación, dividiendo todavía más a la sociedad catalana”.

La integración de Catalunya en el Estado sigue siendo un problema constitucional de primer orden y la opción de un referéndum para la definición de la forma de integración continúa siendo enormemente mayoritaria en Catalunya. No parece razonable pensar que esa opción vaya a desaparecer del horizonte por muy prolongada que fuera la aplicación del artículo 155 CE, en el caso de que eso fuera constitucionalmente posible.

En la Constitución de 1978 la integración de las “nacionalidades” en el Estado exige que los ciudadanos de la nacionalidad tengan la última palabra en lo que a la aprobación del contenido del Estatuto de Autonomía se refiere. El derecho a la autonomía que la Constitución reconoce a las “nacionalidades” únicamente puede ejercerse con base en un estatuto aprobado en referéndum. No es lo que está ocurriendo en Catalunya desde la STC 31/20. El TC desconoció el resultado del referéndum. El Gobierno de Mariano Rajoy, a pesar de disponer de una amplia mayoría absoluta, no aceptó entablar algún tipo de negociación que permitiera a los ciudadanos de Catalunya recuperar el protagonismo en el ejercicio del derecho a la autonomía. De ahí vino la deriva hacia los referéndums del 9-N de 2014 y de 1-O de 2017. Y de ahí viene la persistencia en la exigencia de que se celebre un referéndum, que constatan todos los estudios de opinión.

Políticamente, no cabe duda de que el 1-O es para el Estado español un problema de mucha más envergadura que el que supuso el 23-F. Entre otras razones, porque es un problema que no se expresa violenta y antidemocráticamente, sino que lo hace pacífica y democráticamente. Desde esta perspectiva, exclusivamente, se puede coincidir con la opinión de la candidata que encabeza la lista del PP en Barcelona.