Desde el mismo instante en que la mujer nació de la costilla del hombre, se ha debido a él. Ha debido cuidarle y organizar su hogar, gestar y educar a sus vástagos, guardar la casa y cerrar la boca. Parece que ahora que vestimos pantalones, que no nos hace falta un hombre para abrirnos una cuenta en el banco y que podemos divorciarnos, hemos evolucionado mucho, que nos hemos civilizado. Muchas mujeres siguen creyendo firmemente que lo difícil en el campo de la igualdad ya se ha conseguido y que, los únicos logros que nos quedan, son cobrar lo mismo por el mismo trabajo y que no nos maten más. Tanto es así, que por señalar cómo los hombres ocupan el espacio en lugares públicos o denunciar anuncios sexistas en los medios de comunicación, muchas feministas somos tachadas sistemáticamente de quejicas y exageradas. Como si hubiera cosas mucho más importantes en estos momentos y pararse con detalles fuera una pérdida de tiempo. Como si eso no fuera sólo la punta de un iceberg mucho más grande que nosotras mismas. De hecho, muchas mujeres, para quejarse de actitudes machistas, empiezan por un tímido “yo no es que tenga la piel muy fina pero…” o “yo no soy la típica protestona pero…”. No quieren que las tachen de exageradas, de tener poco sentido del humor, de ser una de ésas con las que no se puede hablar porque se ‘pone como una loca’.
Y ahí es donde empieza la lucha: el feminismo, mucho antes de convertirse en una lucha con el exterior, es una lucha interna en la que te preguntas mil veces si no estarás exagerando. Si no será que lo has malinterpretado todo o que eres una malpensada. ¿Por qué te molesta que ese compañero que te ayuda sin que se lo pidas nunca mueva un dedo por otros hombres? ¿Es que acaso ser amable es un pecado capital? ¿Por qué te sientes desnuda cuando vas por la calle y te miran las tetas? ¿No sería peor que nadie te las mirara? ¿Por qué te arreglas para ser la más guapa en una fiesta si cuando llegas lo que quieres es pasar desapercibida?
Hacerse preguntas es fácil pero en la sutilidad está la dificultad para responderlas. Por eso, la gran mayoría de las veces sólo alzamos la voz cuando el hecho clama al cielo, cuando no hay ningún resquicio de duda de que lo que nos está pasando será condenado por todo el mundo. En definitiva, acabamos alzando la voz cuando es demasiado tarde. Por ejemplo, en unas fiestas como los Sanfermines, sólo se habla del abuso sexual cuando hay una violación grave con varios agresores pero, el resto de tocamientos, abusos y agresiones que sufren las mujeres en esta y otras fiestas, nunca encabezan ningún titular, nunca abren ningún telediario y se normaliza hasta el hecho de que alguien diga que es que “si eres chicas, van a meterte mano sí o sí”.
La mujer como elemento de diversión para el hombre nunca causa revuelo, porque quejarse es ser ‘una exagerada’. El complejo de histérica nos anula para alzar la voz todas las veces que la alzaríamos. Por eso nos quejamos si nos acorralan contra una pared para besarnos en una discoteca pero no nos atrevemos a pensar que por algo nos han dejado entrar gratis. Por eso nos manifestamos cuando violan a una chica en sanfermines pero no cuando son manoseadas como objetos en las mismas fiestas. Por eso nos echamos a la calle cuando un hombre se cree con el derecho de rociar con gasolina a su novia y dejarla arder hasta matarla, pero no nos atreveríamos nunca a relacionar esta lacra con que, por ejemplo, uno de los periodistas deportivo más reputado del país, al oír a un compañero decir ‘todos a empujar a Garbiñe’, le conteste ante toda España un ‘Eso es lo que tú quisieras’.
Porque relacionar casos tan graves como un asesinato con periodistas que hablan de mujeres como objetos delante de miles de hombres y adolescentes, es ser una exagerada. Porque relacionar 'tocamientos tontos' en fiestas con violaciones es pasarse de histérica. Porque relacionar un insulto con una paliza, es de loca.
Porque tenemos que tener mucho cuidado con lo que decimos y creemos, y sólo alzar la voz cuando es demasiado tarde.