En medio de los estragos de la pandemia y el impacto de la crisis económica, quizá a muchos se les ha escapado de momento que este año se conmemora el 90 aniversario de uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia de España: la instauración de la Segunda República. Cabe suponer que, a medida que se acerque el 14 de abril, se irá abriendo paso en la agenda académica, política y periodística la discusión en torno a una etapa crucial que, en realidad, nunca ha dejado de estar presente en el debate público debido a las secuelas emocionales que dejó aquella experiencia extraordinaria, aplastada por una sublevación militar y una dictadura de casi cuatro décadas.
La fractura es de tal calibre que, 90 años después, aún resulta imposible llegar a un acuerdo de mínimos sobre el significado de la Segunda República que permita reordenar ciertos principios esenciales para la cultura democrática que fueron soslayados en las difíciles negociaciones de la Transición. La derecha posfranquista mantiene su discurso de que aquello fue una aventura violenta, vengativa, inestable, que puso a España en riesgo de caer bajo las garras del totalitarismo soviético. La extrema derecha, sin rodeos, exalta abiertamente a Franco por haberse levantado en armas ante semejante amenaza contra los 'valores occidentales'. El oficialismo del PSOE se muestra cada vez más incómodo ante un debate que puede arrastrar a confrontaciones indeseadas entre las dos almas que coexisten en el partido desde sus tiempos fundacionales. Y, a la izquierda del socialismo, Podemos parece más urgida en precipitar el advenimiento de una tercera república que en consolidar la memoria de la segunda.
Poner en su justo valor la Segunda República, con sus luces y sus sombras, pero desde la premisa inequívoca de que constituyó el primer experimento genuinamente democrático de la historia española, es una de las grandes tareas pendientes del país. Historiadores como Preston, Jackson, Casanova, Tusell o Fisas ya han desbrozado ese camino con rigor académico e independencia intelectual; el reto es lograr que esa materia prima permita construir el edificio del entendimiento en los ámbitos político y social. Estamos hablando de un asunto que trascendió las fronteras españolas, ya que la Segunda República constituyó un símbolo de contención frente a la expansión del fascismo en Europa y el mundo. Hace mucho tiempo, mi padre me contó que, cuando tenía 13 o 14 años, mi abuelo lo hacía peregrinar por las cafeterías de Santa Marta, en Colombia, para que tocara en violín Bella Ciao y recoger dinero para el bando republicano tras el estallido de la Guerra Civil. Le pregunté sorprendido qué motivación podía tener un comerciante sin fuertes inclinaciones políticas para movilizarse ante unos sucesos que ocurrían en un país distante y ajeno. “Tu abuelo decía que en esa guerra se jugaba el destino de los judíos”, me respondió mi padre. Solo recordaba eso. Tiempo después, ya afincado en España, comencé a interesarme por la historia y comprendí que la premonición de aquel inmigrante polaco en el Caribe no estaba del todo errada.
Equiparar el caso del expresidente de la Generalitat Carles Puigmemont con el de los miles de exiliados del franquismo, como ha hecho Pablo Iglesias, no ha sido la mejor manera de comenzar este año conmemorativo de la Segunda República. “¿Considera realmente a Puigdemont un exiliado, como se exiliaron muchos republicanos durante la dictadura del franquismo?”, preguntó el entrevistador Gonzo al vicepresidente del Gobierno y líder de Podemos el domingo pasado en la Sexta. Y él respondió: “Pues lo digo claramente, creo que sí. Y eso no quiere decir que yo comparta lo que hiciera”. Tras recibir un aluvión de críticas desde distintos sectores ideológicos, Iglesias manifestó dos días después que no se iba a sumar “a la criminalización del independentismo”, aunque admitió que había equiparado “dos contextos históricos diferentes”.
No. No son dos contextos diferentes. Son dos categorías distintas. De ninguna manera se debe asociar el caso de Puigdemont, que arrastró a Catalunya a una irresponsable e inconstitucional aventura secesionista con el viejo discurso populista de “España nos roba”, con la de las decenas de miles de víctimas de la feroz persecución desatada por la dictadura franquista para no dejar piedra sobre piedra de la experiencia republicana. Del mismo modo, por cierto, que no se pueden establecer comparaciones entre la irrupción en el Capitolio de EEUU de una horda azuzada por Trump con la protesta 'rodea el Congreso' de 2012, como ha pretendido nuestra infatigable derecha. El primer acto fue ilícito y pretendía subvertir la democracia; el segundo fue lícito y no pretendía subvertir la democracia. Así de simple, por más que algunos no terminen de entenderlo. Por otra parte, al margen de disquisiciones legales y morales, no sobra recordar las diferencias entre las confortables condiciones de vida de Puigdemont en Waterloo y las penurias que padecieron la inmensa mayoría de los exiliados republicanos con sus familias.
Es cierto que nuestro poder judicial es mayoritariamente conservador, que el PP ha impedido renovarlo en claro desacatamiento a la Constitución y que es alta la posibilidad de que exista un prejuicio de muchos magistrados contra el independentismo, pero ello no puede llevarnos a sembrar confusiones entre una dictadura y una democracia. Una democracia defectuosa, imperfecta, mejorable, de acuerdo, pero una que permite, entre otras muchas cosas, que Iglesias haya llegado a la vicepresidencia del Gobierno y que diga las cosas que dice.