Hasta ahora, la “peste negra” había sido una de las pandemias más devastadoras de la humanidad, si no la mayor. Probablemente seguirá ostentado ese récord, pero no está de más observarla por si aporta alguna lección. Se desarrolló en el siglo XIV, en Asia, para expandirse a través del tráfico marítimo a Messina, en Italia, y luego a gran parte del mundo conocido hasta entonces. No era la primera vez, ni siquiera la última. La ciencia apenas existía, sepultada por las creencias de la religión, entonces con un enorme peso. Y la medicina se guiaba más por la experiencia acumulada, por bases empíricas, que por conocimientos científicos. La desazón y el destrozo económico y social fueron inmensos. Y buscaron irracionalmente culpables que purgaran un daño que no por ello desaparecía. Lo mejor, la gran enseñanza, es que tras el siglo XIV vino el XV y, con él, el Renacimiento. Volver a nacer a la luz de tanta muerte y oscurantismo.
Nunca pensamos que pudiera sucedernos a nosotros, a los ciudadanos del siglo XXI, dotados y hasta saturados de elementos para combatir cualquier contrariedad. No lo vimos ni cuando ya el coronavirus estaba empezando a invadirnos por encima de todas las previsiones. Nada es igual por supuesto al mundo del siglo XIV, salvo las reacciones humanas ante lo desconocido, el temor a la muerte y la necesidad de buscar chivos expiatorios. Más aún, se diría que el progresivo adoctrinamiento en la frivolidad ha creado un sector decisivo de la sociedad profundamente infantilizado. Su desconcierto es mayor que nunca, cuando creía tenerlo todo previsto y bajo control. Pero sin duda el siglo XXI sí dispone de recursos que precisa poner al servicio de la salud y el bien común. Y también cuenta –seguramente como todos los momentos de la historia- con personas capaces y responsables. Y todos, unos y otros, comunicados masivamente como nunca antes, todos sumando sus fuerzas en la eterna batalla.
Para entender lo que nos ocurre es necesario este contexto. Y saber que la ciencia avanzó extraordinariamente pero no lo puede todo, y, en su esencia evolutiva de continuo, sigue precisando trabajo de investigación y medios. Y ser absolutamente conscientes de que las conquistas sociales -algunas obtenidas a un alto precio- lograron una sociedad algo más justa. Y que, una vez tras otra, la codicia nos desarboló. Los que tienen el cuajo de criticar que se aborden soluciones “con ideología”, fueron quienes con ideología apostaron por apoyar la tijera que, por ejemplo, diezmó los recursos sanitarios públicos -que se han vuelvo imprescindibles- y la investigación. También la investigación preterida por soluciones folclóricas y de populismo nacionalista, que es lo más negativo que puede hacer la política. Los datos son concluyentes en ambos sentidos, dejen de manipular la realidad.
La más terrible consecuencia para la comunidad que ha traído la pandemia del coronavirus es la deshumanización, hija de haber considerado el egoísmo motor de la sociedad. Las filas de féretros de madera, todos iguales, en Bérgamo, la Lombardía italiana, que se lleva el ejército a incinerar fuera porque allí ya no caben, son apenas la cubierta de una disfunción social grave. Y las habrá en las residencias de mayores de España, con un abultado número de víctimas que revela problemas de desatención previos de enorme calado. Se ha dicho en algunos de los centros, se avisó antes. Da la impresión de que no recibieron la atención precisa, y, si no fue en la muerte, es que tampoco la tuvieron en este tramo final de la vida. Es cruel, inasumible como sociedad. Para atemperar los calificativos que brotan de mi indignación, recurro a las palabras de un jurista de gran valía humana, Joaquim Bosch: “Morían en soledad multitud de personas ancianas en sus casas, sin asistencia, ante la indiferencia general. Ahora con el virus mueren por decenas en las residencias y esto debería ser aclarado”. De hecho ha sido denunciado a la Fiscalía.
La verdad es que ya ni se molestan en ocultar que, ante la saturación y la carencia de medios, se está practicando el triaje usual en las guerras muy cruentas. Se dijo en Italia que se desechaba de entrada a los mayores de 80 años. Alguno ha dado la nota y se ha salvado solo. Un francés también, que sepamos. A eso se le llama ser supervivientes natos. En España, los médicos de UCI avisaron de que pueden necesitar cuidados intensivos por el coronavirus hasta 9.000 personas a la vez y que no hay suficientes. Están habilitando hoteles –hoteles, ya vale-, buscando respiradores que faltan y no son ni siquiera tan caros para la economía de la utilidad, reclutando médicos jubilados o recién licenciados. Pero también propusieron “el uso de todas las camas para los pacientes con mayor probabilidad de recuperación”. Y, precisando más, “los médicos elegirán a quién ingresar en la UCI según su esperanza de vida”.
¿Por falta de medios se elige a quién se le da posibilidad de vivir y a quien se le niega? Después de haber recortado la sanidad pública y de desperdiciar millones de euros en obras inútiles que cuajaron el paisaje español del despilfarro, en materias accesorias y cuestionables como la promoción de la tauromaquia en su declive o luchar desde Andalucía contra la inmersión lingüista en Catalunya. Después de haber robado de las arcas públicas a saco. Hecho está, hay que arbitrar soluciones. Pero que, habiendo dinero público y privado, se acepte como irremisible este triaje sanitario al límite, solo lo hace una sociedad deshumanizada.
Los ancianos se llevan la peor parte en esta crisis. Cada vez que repiten, con cierta euforia, que solo hay tres víctimas menores de 65 años, dan a los mayores de esa edad una punzada en el corazón y hasta en la autoestima. Es el cénit de una sociedad basada en la productividad y no en los seres humanos. Venía de lejos y se confirma ante el peligro del coronavirus. Un amigo, que se ha jugado la vida por los demás durante toda su vida –ahora también- dejándose más de una muesca, experimentó la otra noche la experiencia de ver cómo tres jóvenes se cruzaban de acera, en fila, al verle pasear con su perro. Lo interpretó como rechazo cuando no lo hacían con otros transeúntes.
En esta crisis, hay otras víctimas además de los enfermos. Médicos, enfermeras, policías, miles de personas nos están cuidando con riesgo de su salud, y algunos ya han enfermado y hasta han muerto. Y es que tampoco es eso. No se puede aceptar que su vocación de servicio les cueste tan cara por falta de medios. Les están faltando elementos de protección. Hay que buscarlos donde sea y usarlos ya. Remito aquí otra vez a todo el dinero público dilapidado o robado: a todo el existente ahora que, si tiene una prioridad humana, es el bien común. Y, si la avalancha de necesidades han convertido hasta las mascarillas en producto de difícil obtención, pongan a las industrias a coserlas. Pongámonos, si es el caso.
Llaman la atención cifras tremendas de esta crisis. Miren las comparativas de mortandad. Italia supera el 7% de letalidad del coronavirus. En España el índice es del 4% mientras que en Corea del Sur es del 1%. Lo repaso cada día y Madrid también supera el 7%. Los datos netos de este viernes muestran esas diferencias disparatadas de Madrid dentro de España. Aunque van una semana por delante del resto es desmesurado. Los comentarios al tuit son otro reflejo de la sociedad. Y lo que publican, radian o televisan los grandes medios generalistas es ya para echarse a llorar. Los furibundos ataques a determinados miembros del Gobierno de coalición rozan la infamia.
Y, mientras, se anuncian un hospital de campaña a desplegar en IFEMA con 5.500 camas debido al desborde de la sanidad madrileña. Como en una guerra. Asturias y la Comunidad Valenciana, al menos, también están montando los suyos. El pico de afectados sigue subiendo y todavía no ha llegado España a doblar la curva.
Es cierto que la pandemia nos ha mostrado la solidaridad de mucha gente que no era tan visible, y reconforta. Es un aval para después. Pero piensen que los aplausos han de venir cargados de exigencias de lo más elemental, al menos ahora. Menos himnos y “Arriba España”, y más mascarillas y UCIs, más sanidad pública.
Volviendo a la selección que sutilmente –o no- se empieza a practicar, ¿cómo se elige quién es más valioso para la vida? No se puede entrar en terrenos siquiera de si es más ventajosa para la comunidad una persona que cree, desde un puesto dirigente, que el coronavirus se contagia por las gomas de pelo fabricadas en China que cualquier anciano con ideas. Sería terrible en todo caso que se seleccionara la vida o la muerte incluso en criterios de lucidez o majadería. Lo que sí les digo es que la gerontofobia se ha extendido como virus social. Es un paso cualitativo peligrosísimo.
La selección de la especie que formuló Charles Darwin no implicaba la desaparición de los más incapaces o no en el sentido que a veces se toma. Decía, de hecho, que el animal que sobrevive no es el más fuerte, ni el más listo, ni el más rápido, sino el que mejor se adapta. Sin duda la gente tóxica, la que prima el egoísmo, sobrevive bien en su estiércol. El mal se acomoda estupendamente –no sin cómplices- para sacar provecho hasta de las pandemias. Ataca para tapar sus culpas y en ciertos sustratos logra germinar. Tengan presente, sin embargo, que tras las pestes medievales del XIV, vino el Renacimiento, y el Humanismo y la Ilustración. Este tremendo revulsivo puede ayudarnos a configurar una sociedad nueva en la que prime lo verdaderamente importante y sepa librarse de las malas hierbas. Porque, si no, tanto sufrimiento no habrá servido para lograr un futuro mejor.