La asunción de Donald Trump como presidente de Estados Unidos el 20 de enero podría llevar un pensamiento más cortoplacista a la política económica en Estados Unidos y en todo el mundo. De ser así, probablemente veamos una mayor tensión entre las medidas oficiales y los objetivos de largo plazo, especialmente en lo que concierne a la política monetaria, al desarrollo y al comercio.
Con respecto a la política monetaria, me recuerda a cuando me convertí en ministro de Asuntos Económicos de Turquía después de la crisis financiera de febrero de 2001. En ese momento, una de mis principales prioridades era bajar la inflación en el mediano plazo a un solo dígito del rango del 30-70% que había prevalecido durante los diez años anteriores. Con gran dificultad, sancionamos una ley que le otorgaba al Banco Central de Turquía un control independiente sobre los instrumentos de política monetaria; el gobierno y el banco central fijarían en conjunto la meta de inflación, que en mi opinión es el acuerdo apropiado.
En 2001, la inflación iba a estar cerca del 65% y el Fondo Monetario Internacional quería que Turquía se comprometiera a una meta del 20% para el año siguiente. Nosotros, en cambio, nos comprometimos a una meta del 35% y la superamos al reducir la inflación al 30% en 2002.
La lección de esta historia es que el banco central ganó credibilidad. Después de haber fijado la meta del 35%, me reuní con empresarios en todo el país y vi que todos estaban presupuestando una tasa de inflación del 50-55%. Cuando insistía en que la meta era del 35%, me revelaban su incredulidad con sonrisas amables. Entonces, cuando se superó la meta, el banco central pasó a ser considerado una institución estable y efectiva que beneficiaría a Turquía durante muchos años.
Los bancos centrales creíbles e independientes se han vuelto un activo valioso en materia de políticas económicas en todo el mundo en los últimos treinta años. Son un buen ejemplo de las ventajas de un pensamiento de largo plazo. Sin duda, los bancos centrales no siempre tienen razón; pero son mucho mejores que los gobiernos que diseñan estímulos cortoplacistas para ganar elecciones.
El pensamiento de corto y de largo plazo no necesariamente están en línea con el desarrollo económico. Muchas veces he oído a empresarios quejarse de que las leyes de licitación competitiva les impiden “hacer un acuerdo” con agencias de desarrollo. Pero aunque un proceso de adquisición transparente que descarte acuerdos rápidos es lento, existen buenos motivos para insistir con eso. A pesar del tiempo “perdido” en proyectos individuales, los estudios han demostrado que las leyes de licitación competitiva generalmente ahorran dinero y disminuyen la corrupción en el largo plazo. Si la burocracia está retrasando demasiado las cosas, la solución es simplificar los procedimientos, no abolir la licitación competitiva.
De la misma manera, en materia de política comercial, algunas medidas proteccionistas pueden ofrecer beneficios rápidos a un sector o inclusive a un país, y en el caso de subsidios a las exportaciones bien diseñados, esos beneficios pueden durar mucho tiempo. Pero, finalmente, cuando otros países toman represalias, y las guerras comerciales se vuelvan la orden del día, los beneficios son superados con creces por los costos, y todos resultan perjudicados. La Organización Mundial de Comercio se creó precisamente para impedir este escenario, y su sistema de reglas y procedimientos legales acordados por lo general mantienen el proteccionismo competitivo bajo control.
En estas y muchas otras áreas, como la política climática, existen términos medios claros entre el pensamiento de corto y de largo plazo. En términos generales, las mejores políticas deberían tener en cuenta ambas perspectivas. Pero, con el tiempo, el pensamiento de largo plazo, y con razón, se ha convertido en un sello distintivo del buen gobierno. John Maynard Keynes tenía razón en que “en el largo plazo todos estamos muertos”, pero la vida humana puede ser bastante larga, por cierto. Y también deberíamos pensar en cómo se beneficiarán -o no- nuestros hijos y nietos con las elecciones políticas que tomamos hoy.
Los líderes políticos que tienen una trayectoria estrictamente en el sector privado tienden a adoptar una estrategia de más corto plazo que los líderes con experiencia en el servicio público, en particular porque la mayoría de los mercados generan incentivos para que las corporaciones prioricen las ganancias trimestrales y anuales y el precio de las acciones por sobre todas las cosas.
De manera que la futura administración Trump, que está atiborrada de actores de larga vida en el sector privado, probablemente priorizará la velocidad y los acuerdos rápidos sobre las políticas de largo plazo y el fortalecimiento de las instituciones. Esta estrategia puede crear beneficios a corto plazo, o inclusive resultados espectaculares; y muchos observadores la acogerán como un alejamiento de la burocracia lenta, plagada de procedimientos. Y el pensamiento de largo plazo tiene que ver con un futuro que es incierto y puede resultar muy diferente de lo esperado.
Pero si los líderes terminan impulsando una forma extrema de cortoplacismo -sancionando, por ejemplo, grandes recortes impositivos sin acompañarlos de un incremento de los ingresos, debilitando las instituciones públicas o imponiendo aranceles o adoptando otras formas de proteccionismo, sin tener en cuenta las represalias de otros países- los réditos no durarán mucho. Tanto en la política como en la economía, ninguna reforma debería aplicarse con exceso de celo.
Kemal DerviÅ, ex ministro de Asuntos Económicos de Turquía y ex embajador para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), es vicepresidente de la Brookings Institution.
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