Ya en la Antigua Atenas se sabía que el ciudadano honrado que pedía la palabra en la Asamblea, antes de hablar, gozaba de más credibilidad que el demagogo que viraba de opiniones dependiendo de sus intereses, o que aquel que trataba de dar lecciones con la palabra mientras sus acciones lo desdecían a cada rato. Era un problema que afrontó convenientemente Isócrates: no solo debemos fijarnos en el logos, es decir, en las palabras razonadas que se escuchan en cada argumento. Ni siquiera es suficiente tomar en consideración el pathos, todas aquellas emociones y pasiones que mueven un discurso y agitan al auditorio, que conforman la base cambiante de un pueblo. Además de todo ello, debemos tener en cuenta el ethos, el carácter de un orador, así como aquello que una comunidad considera que está bien.
En los últimos días Jaime Botín, Esteban González Pons o Jordi Sevilla han tenido problemas de credibilidad relacionadas con estas viejas cuestiones. El primero, desgranando un discurso sobre el empobrecimiento de las clases medias y la perniciosa influencia de la moral católica en el país. El segundo, lamentando enérgicamente la inacción europea frente a la muerte de inmigrantes en las costas de Lampedusa. El último, cerrando ofendido su cuenta de Twitter porque se indicaba su relación con una gran empresa tras su paso por el Ministerio.
En tiempos de crisis económica, que un miembro de las principales familias financieras del país desde el franquismo, presidente de Bankinter durante años y acusado de ocultar acciones de este banco en Suiza, pretenda tener credibilidad en un discurso sobre el empobrecimiento de las clases medias es pedir demasiado. Es una cuestión de ethos comunitario en un momento histórico determinado, pero también de lo que lleva aparejada la propia persona cuando aparece en el espacio público con pretensiones de ser escuchado, y no solo oído, por la ciudadanía.
González Pons es ya un clásico en todo esto. Lo mismo le da acudir a manifestaciones por el Sáhara que llamar al pueblo español a emular al egipcio en su rebelión en Tahrir que, en sus últimas declaraciones, clamar contra la vergüenza de Lampedusa. Aquí no ha sido el único, sino que todos los medios de la derecha han seguido al Papa Francisco en un notable ejercicio de hipocresía, tal y como ponía Juan Luis Sánchez de manifiesto en su artículo “¿Asalto o vergüenza?”.
El tema de la inmigración es un botón de muestra muy claro a la hora de comprobar el abismo entre las buenas intenciones de un discurso y las terribles acciones que los propios oradores permiten o alientan. Desde el Partido Socialista español —por no hablar del francés—, Alfredo Pérez Rubalcaba es otro clásico, tan orgulloso de las deportaciones, sostenedor de los CIE y las redadas racistas, defensor de la militarizada política de fronteras europea, mientras en el discurso público no duda en sacar pecho condenando la xenofobia frente “a la derecha”.
Finalmente Jordi Sevilla no ha podido aguantar la crítica por su conexión con la empresa PwC desde 1999, y esta semana ha decidido cerrar su cuenta de Twitter. El que una larga lista de presidentes y ministros pasen a formar parte de grandes empresas una vez finalizan su servicio público lastra su credibilidad. Más aún en casos como el de Felipe González, cuando años después de vender la pública Enagás a Gas Natural pasa a trabajar para esta última. El famoso fenómeno de las puertas giratorias nos muestra una representación política más vinculada a los bancos y las grandes empresas que a los ciudadanos, lo que aporta fuerza a los elementos oligárquicos del régimen, que en esta crisis parecen estar goleando a los democráticos sin remisión.
El primer libro de Michael Walzer abordaba estas cuestiones desde otra visión. El joven Walzer analizaría las acciones de los puritanos ingleses en el siglo XVII para concluir que estaban poniendo las bases de lo que sería la política radical en Occidente. La revolución de los santos, entre sus múltiples temas, afronta la situación en la que unos hombres del pueblo, comprometidos con una metódica reforma del cristianismo capaz de acabar con las jerarquías y privilegios tradicionales, se van a sentir enseguida imbuidos de santidad frente a sus pecaminosos enemigos. La doctrina calvinista de la salvación por la gracia, y la dura disciplina interna que apelaba directamente a su conciencia, les iba a ayudar en todo ello: eran los elegidos, y no podían fallar en su sectaria cruzada contra los impíos.
De alguna manera Maximilien Roberspierre, el Incorruptible, es un buen ejemplo de esta política repleta de dicotomías, sectarismo y omnipotencia. Conocido por no ceder jamás a los efluvios del dinero, defensor de amplias transformaciones democráticas y sin un noble linaje, su discurso fue gravitando según pasaban los meses de la Revolución hacia una acérrima defensa de la virtud. Devorado seguramente por la propia imagen que proyectaba, Robespierre se vio con las garantías de castigar a quienes a su entender caían en vicios contrarrevolucionarios, sobre todo si se trataba de adversarios políticos. La ira vengativa del dios calvinista no quedaría así tan alejada de aquel Ser Supremo que, en los días de junio de 1794, formaría un terrible tándem con la guillotina.
¿Santos exaltados o hipócritas descarados? Parece que ninguno de ambos modelos resulta defendible. No podemos exigir que cada persona que tome la palabra en público sea algo distinto de un ser humano, es decir, un santo en cada instante de su vida. Pero debe haber límites. A la vez tampoco es admisible que alguien diga una cosa en lo público, sean aulas, escaños o periódicos, y comportarse luego de manera contraria fuera de los focos.
¿Y si nuestros amigos o familiares no son creíbles? ¿Se contagia? Pues en parte y según. Alberto Núñez Feijóo, actual presidente de la Xunta de Galicia, era amigo y compañero de viajes de un narcotraficante, Marcial Dorado. Nadie en principio tiene responsabilidad de lo que hagan terceras personas. El problema es el tipo de relación que se tiene, la posición pública que se goza y, por supuesto, si se le favorece o encubre en los delitos. Cuando tienes altas responsabilidades públicas —caso de Feijóo cuando conoció a Dorado—, y viajas con narcotraficantes, saltan todas las alarmas.
Se dice que la palabra credibilidad procede de la raíz indoeuropea kerd, que conformaría la base latina cor, cordis, de la que a su vez procede corazón. Para ser creíble, uno ha de poner el corazón en lo que dice y en lo que hace. Con coraje, otra derivada más. A la vez, lo dicho resuena como un acorde fundamental en su interior, de manera integral, sin traiciones internas que desgajen. Esto, no lo olvidemos, supone la mejor de las bases para la cordura, para mirarse al espejo sin avergonzarse, recordando lo que fuiste, de dónde vienes y quién eres. Y es que la etimología a veces abre ventanas.
Pero hay quienes salen al espacio público no solo para decir algo en él y resultar creíbles. Hay quienes también aspiran a representar. En este caso, un asunto crucial es el de los grupos tradicionalmente marginalizados por razones de clase, género, raza u opción sexual. A juicio de Melissa Williams, alguien que quiera representar adecuadamente a un grupo oprimido en la esfera pública debe pertenecer a él para generar confianza. Esta sería una razón necesaria pero, claro, ni mucho menos suficiente. Condoleezza Rice no fue precisamente la representante ideal de las mujeres negras en Estados Unidos.
¿Y por qué esta pertenencia es necesaria? Por las experiencias que te conforman desde la infancia, por las lentes desde las que se observa el mundo. Porque los representados confían más en quienes perciben como iguales. Quien esté fuera del grupo marginalizado puede lograr, mediante lo que Hannah Arendt denominaba el self ampliado, una comprensión de lo que ocurre bajo condiciones de opresión. Se puede solidarizar, luchar por unos derechos que se tornan propios, o de sus descendientes. Pero no es posible la transformación, calzar los zapatos de otro/a. Y a pesar de todo, las identidades son móviles. Tal como puede cambiar tu opción sexual, te pueden convertir en perseguido o en desempleado empobrecido. Nuevas experiencias nos afectan; y en esta crisis está pasando.
Otro gran pensador norteamericano, Sheldon Wolin, de origen judío aunque no creyente, nos da pie a relacionar la democracia cotidiana con el maná bíblico. Según la Torah, cada amanecer Yahvé dejaba sobre el desierto una capa de rocío que al evaporarse descubría unos granos de alimento. El pueblo de Israel debía alimentarse con él ese mismo día. No se podía guardar, pues se pudría. Y debían repartirlo equitativamente. De esta manera podemos asemejar el maná a lo político, al reparto del poder necesario, sí, pero sobre todo a su cultivo cotidiano. El demócrata de ayer o de hoy puede ser el tirano del mañana; nada nos garantiza ser lo primero toda la vida. Lo que no podemos asumir con una sonrisa es que el tirano del ayer, el beneficiario de puertas giratorias, el diputado que vota leyes injustas, el director de bancos o el muñidor de inconfesables acuerdos en despachos, se nos presente en el espacio público como demócrata de toda la vida a darnos lecciones sobre ética.
Y a la vez, que no se nos olvide, mucho cuidado con los santos.