España es un país asombroso: estamos en el epicentro de la emergencia climática, con una economía particularmente afectada por el calentamiento global –turismo, industria del automóvil, agricultura y ganadería intensivas, etc.–, pero toda la excitación del debate público se deriva hacia cuestiones metafísicas que tienen su origen muchos siglos atrás, con anterioridad incluso al advenimiento del mundo moderno que alumbraron las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII: el ser de España, el ser de Cataluña y de las nacionalidades, las supuestas identidades milenarias forjadas alrededor de la lengua, el encaje entre territorios por disputas entre dinastías regias de hace más de 300 años…
Y mientras dedicamos todas las energías al pasado, con la incierta investidura del presidente del Gobierno centrada en todos estos apasionantes debates, apenas queda tiempo y espacio para abordar en serio los grandes retos del futuro, que son ya los del presente, urgentísimos, y que deberían llevarnos a debatir día y noche cómo hacemos para acelerar la transición energética y la reorganización de la economía con el objetivo de salvar, literalmente, el pellejo. Como especie y particularmente como españoles (o como catalanes, o como vascos, tanto da, pues la nación, las nacionalidades y las regiones que cita la Constitución se encaminan todas por igual y sin distinción al precipicio por mucho que –¡oh, milagro!– llegaran a resolverse los inextricables problemas históricos de encaje).
Obviamente, la emergencia climática es un descomunal problema global, pero España tiene razones particulares para sentirse más concernido aún, precisamente porque se encuentra en el epicentro mismo del calentamiento, con consecuencias funestas para todos. Ya ni siquiera necesitamos leerlo en informes técnicos, de los que tanto nos gusta desconfiar, sino que podemos comprobarlo por nosotros mismos: temperaturas insufriblemente altas en cotas récord, sequía severa con nueve millones de personas con restricciones de agua, el mar Mediterráneo recalentado como una sopa…
De mantenerse esta tendencia, que lleva intrínseca la aceleración, es impensable ya en el corto plazo que España siga siendo una potencia turística: ¿quién demonios puede estar interesado en viajar a un país de clima extremo, en vías de desertificación y sin agua? Y así, todo: ¿a qué agricultura y ganadería podemos aspirar con sequía estructural? ¿Qué vinos soñamos producir con viñedos resecos?
¿Cuándo abordaremos en serio todos estos debates imprescindibles?
El prestigioso columnista Simon Kuper mostraba recientemente su estupefacción en una columna del Financial Times, diario de referencia del capitalismo globalizado, por el hecho de que España esté enredado en “batallas culturales” en lugar de centrarse en el cambio climático. Kuper aportaba una imagen especialmente business friendly, que debería hacer reflexionar a toda la derecha neoliberal, que en España bascula entre la indiferencia climática del PP y el negacionismo de Vox: “Si España fuera una empresa, los consultores dirían: tu modelo de negocio ya no funciona. O cambia o baja la persiana”.
Y sin embargo, en las inextricables querellas metafísicas heredadas de tantos siglos atrás, estas advertencias deben de ser minucias para los nacionalismos identitarios al choque. A todos parece darles igual que su país pueda convertirse en el nuevo Sáhara mientras se mantenga su supuesta alma milenaria intacta en toda la extensión de sus respectivos territorios irrenunciables y ni un kilómetro cuadrado menos. Algunos de los lemas clásicos de sendas tradiciones esencialistas parecen haberse actualizado en la misma dirección: ¡Antes desértica que rota! O, por el otro lado: abans desèrtica que espanyola!
El hecho es que la emergencia climática apenas se trató en la campaña electoral, está ahora completamente ausente de las negociaciones para la investidura y las derechas incluso aspiran a pisar el freno en la transición en caso de llegar al poder. No obstante, teniendo cuenta el ritmo trepidante con que avanza el drama ante nuestros propios ojos, tendríamos que empezar a observar los hechos de hoy también con la perspectiva de dentro de unos años, cuando se empiecen a buscar responsabilidades por la hecatombe: la desidia de hoy puede aparecer mañana como inacción criminal.
Son palabras muy gruesas, sí, pero es precisamente el camino que propone empezar a transitar el economista David Lizoain, formado en Harvard y la London School of Economics y hasta hace poco asesor en La Moncloa, en 'Crimen climático' (Debate, 2023), un luminoso libro que abre nuevas y ambiciosas perspectivas para superar la inacción: si, como documenta Lizoain, el cambio climático está comportando ya centenares de miles de víctimas y nos lleva a una catástrofe con millones de muertos a la vista, los responsables del desastre deben empezar a ser señalados como presuntos criminales. En una lógica aplastante que la mayoría prefiere aún ignorar, Lizoain sostiene que a los responsables de tantos muertos deberían aguardarles unos juicios equivalentes a los de Núremberg, que condenaron a los jerarcas nazis por genocidio tras la II Guerra Mundial.
Lizoain demuestra que no es ninguna exageración recurrir ahora también a la palabra “genocidio” y rechaza la idea de que todos tenemos el mismo nivel de responsabilidad, el viejo truco de que si todos somos culpables en realidad nadie lo es. El libro aporta sólidos argumentos para cribar responsabilidades y sitúa en la cúspide a las petroleras, a los bancos que financian los sectores más contaminantes y a los gobiernos negacionistas o indiferentes.
La emergencia climática no es una fatalidad del destino, sino fruto de una acción de seres humanos determinados que, en tanto que está provocando ya centenares de miles de muertes en el mundo, habría que empezar a considerar como criminal. Ojo, pues, con la inacción política de hoy: puede convertirse en una prueba de cargo en los juicios de mañana.