- Las tensiones desatadas desde un comienzo en Podemos, las existentes en IU y el reciente episodio a raíz de las declaraciones de Willy Toledo hacen necesario repensar el tratamiento de la crítica si de verdad se quiere empezar a ejercer una nueva política
Durante los próximos meses, organizaciones como Izquierda Unida (IU), Equo y posiblemente Podemos, que comparten objetivos y grandes líneas programáticas, intentarán confluir de cara a las próximas citas electorales en plataformas donde se encontrarán con otros movimientos sociales y ciudadanos independientes.
Como todo proceso de alianza entre diferentes, éste se puede afrontar reclutando fuerzas para los diversos bandos en liza de cara a las próximas batallas internas, o apostando por una política liberada de la sospecha permanente.
Significativos integrantes de Equo y Podemos, y hasta organizaciones enteras como Izquierda Anticapitalista (IA), formaban parte hace no tanto de IU. Esto nos da una primera muestra de la dificultad de avanzar juntos cuando se piensa distinto. Las tensiones internas siempre han sido un capítulo de difícil resolución en la formación liderada por Cayo Lara. Pero las desatadas desde un comienzo en Podemos, o el reciente episodio surgido a raíz de las declaraciones del actor Willy Toledo, demuestra que parece necesario repensar el tratamiento de la crítica si de verdad se quiere empezar a ejercer una nueva política.
La dialéctica amigo-enemigo popularizada por el jurista nazi Carl Schmitt para explicar qué es lo político, además de resultar algo tosca como teoría, no supone novedad alguna. Y sin embargo en cada época no deja de gozar de admiradores.
Schmitt siempre ha estado presente en el juego político de nuestro país, en ese bipartidismo hoy al fin tan denostado. Recordemos sin ir más lejos la reciente etapa de la crispación fomentada en la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero por el PP y otros colectivos cercanos.
También dentro de las propias organizaciones políticas, lo veíamos más arriba, la dialéctica schmittiana ha sido un referente que ha sobrevolado el modo de encuadrar dirigentes y militantes en diversos bandos internos. La crítica, en este marco teórico implícito, se ha entendido demasiadas veces como un ataque; y al crítico como un enemigo del que cuidarse y al que eliminar “en el plano del ser”, que escribiría el alemán.
Es por ello que, aunque se entienda una presencia antagonista a partir de Schmitt en el discurso actual –pues qué duda cabe que la clase, el género, la opción sexual o el origen nacional generan identidades políticas enfrentadas–, abusar de ello y extenderlo como dogma a toda relación política me parece un error.
De ahí la necesidad de reivindicar otra forma de entender la política, que en realidad goza de siglos de desarrollo pero que hoy día sería una novedad. En esta otra política jugaría un papel crucial la noción de amistad, y en su relación con la crítica me centraré esta vez.
Debemos principalmente a Aristóteles el que un tema que podría considerarse como privado entre directamente en la reflexión política. Sería este autor quien indicase que la promoción de los vínculos entre ciudadanos –es decir, esa argamasa imprescindible que evita el derrumbe de una comunidad– ha de recaer sobre la amistad antes incluso que en la justicia. Para vivir bien no debemos organizarnos al modo de los militares.
¿A qué se refiere con esto Aristóteles? ¿Está anticipándose a la ingenuidad cristiana de poner la otra mejilla? ¿Está negando los conflictos inherentes a los diversos intereses en lucha dentro de una ciudad?
No lo creo. En los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco Aristóteles trata la amistad en extenso. Allí escribirá que esta ayuda a pensar a los ciudadanos, en lo que supone el reconocimiento central a la deliberación en su idea de la política. El diálogo, y la humildad de reconocer que escuchando a los otros se aprende, pasan a primer plano en una política entendida como tarea colectiva.
Pero la clave más valiosa de la comprensión aristotélica de la amistad reside en que las relaciones amistosas con el prójimo proceden de la amistad con uno mismo.
Otro tratado clásico importante sobre el tema lo escribiría Cicerón. Sin afecto puede resistir el parentesco, escribirá, pero no la amistad. Y sin afecto, remarcará desde su extensa experiencia en la vida política activa, no resiste una ciudad.
Cicerón prosigue indicando que en la tiranía tampoco hay amistad: no solo faltan los afectos sino también la confianza, abundando los recelos, el miedo, las inquietudes. Y por supuesto la vanidad. Aquí es útil recordar aquellas tres grandes casusas de lucha que popularizaría más tarde Thomas Hobbes: la competencia, la desconfianza y el deseo de gloria. La amistad supondría un antídoto frente a ellos.
Otra diferencia clásica con la hermandad para Cicerón es el carácter voluntario que desde el principio toma la amistad. Tanto en sus inicios como en su final no hay vínculos inquebrantables, tan solo una relación libre.
De aquí se deriva una enseñanza ciceroniana de calado: la amistad es capaz de romperse si el amigo comete una injusticia, algo que cuando hay lazos de sangre resulta más difícil. Si un amigo delinque gravemente, no solo es justo apartarse de él sino también enfrentársele.
Es desde estas bases clásicas que se produce la aportación humanista de Giambattista Vico, ya en los siglos XVII y XVIII. Conocedor y amante del mundo hebreo, también de la asimilación/integración que se imponía entonces por Europa, cansado de décadas de guerras donde el fanatismo impedía cualquier diálogo, Vico también defenderá la construcción del espacio público desde la amistad.
En consecuencia, el pensador napolitano rechazará las hermandades basadas en una misma sangre, tierra y religión. Para él esto último representaba una vuelta de los tiempos heroicos, en realidad bárbaros, donde una serie de ciudadanos se erigía arbitrariamente con diversos privilegios sobre los privados de ciudadanía.
La relevancia de Vico en este sentido descansa en que ligaba directamente la aristotélica amistad con uno mismo a la inclusión democrática de los diferentes en la ciudad. Aquellos relegados como débiles y dependientes, los infieles y herejes, quienes no han nacido en nuestro suelo ni llevan la misma sangre, quienes, en definitiva, no tienen voz (in-fantes) para los asuntos públicos, pueden ser reconocidos, aceptados en el escenario de nuestras vidas, una vez hayamos sabido lidiar con cuestiones políticas parecidas en nuestro propio gobierno interno. Se trata de dar voz a cuantos estadios nos conforman, aprendiendo a escuchar también a lo muto (mudo), a lo molesto e irreverente que albergamos.
Como indica Jordi Llovet fue seguramente Michel de Montaigne, cien años antes que Vico, el primero en comprender que el vínculo esencial de la amistad no era con nuestros semejantes, sino precisamente con quienes consideramos distintos. Así lo escribiría el francés al respecto de su relación con su gran amigo Étienne de la Boétie. Y aquí reside quizá la enseñanza fundamental para nuestra actualidad.
Hannah Arendt supo recoger, matizar y ampliar en su obra los principales legados clásicos sobre la amistad política. Para ella la amistad consistía en ese vínculo entre diferentes que nos permite seguir siendo diferentes, respetándonos, sin que por ello decaigan los afectos sino al contrario. Se puede decir que, con Arendt, la amistad al fin se comprende armonizada en la diferencia en nuestros días; aparece como el antídoto al faccionalismo político más embrutecido, aquel de las fraternidades que también criticara Jaques Derrida.
Entre amigos no debe existir el miedo a la crítica directa. Hay confianza para ello. Es signo de amistad, además, permitir al otro esa libertad tranquila que le permite pensar de forma distinta, expresarlo sin temor. Las unanimidades son siempre ficticias, peligrosas también, pues esconden fuertes imposiciones de quienes dictan lo que debe decirse, las injusticias que callar.
¿Significa esto renunciar a nuestras posiciones para asumir cualquier crítica? ¿Ceder a una política naif del todo el mundo es bueno? En ningún caso. Significa entender y formular las críticas de manera muy distinta a un ataque. Saber que quien presenta sus reticencias frente a A, mañana puede coincidir conmigo en B. Acabar con el mecanismo mental por el cual quien critica mi argumento es tachado de enemigo. Significa asimismo abandonar los viejos modos de este país a la hora de cargar contra el disidente y, al mismo tiempo, conjurar de una vez ese temor tan rousseauniano a las corrientes, a los grupos internos.
En definitiva, son tiempos para fomentar la amistad política en las confluencias puestas en marcha en nuestro país desde la izquierda. Desquitarse un poco de tanto Carl Schmitt y empezar a abrazar una tradición teórica de mayor enjundia y riqueza, aquella que desde Atenas y Jerusalén se expandió hace ya miles de años desde el Mediterráneo. El brutal recorte a las Humanidades en una sociedad cada vez más guiada por “principios utilitarios y agresivos” obstaculiza el que abordemos con más frecuencia estos asuntos relativos a la amistad política, como lamentaba Emilio Lledó. Por eso es preciso resistir, discutirla y promoverla a cada paso.