El día que Fidel Castro renunció a la presidencia tomé un avión rumbo a Cuba. El 19 de febrero de 2008, La Habana me recibió en estado de conmoción. Aunque Fidel llevaba años enfermo, el comandante en jefe seguía siendo el líder espiritual de Cuba. El discurso que Fidel Castro publicó entonces en el diario Granma fue un estudiado preámbulo de los nuevos tiempos: “Les comunico que no aspiraré ni aceptaré –repito – no aspiraré ni aceptaré, el cargo de Presidente del Consejo de Estado y Comandante en Jefe”.
Hacía apenas un mes que había estado en La Habana, publicando reportajes y haciendo entrevistas. Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea Nacional de Cuba, me había dicho que existía relevo generacional. Su plan, que apenas con el paso de los años entendí, estaba en marcha: una transición cocinada a ritmo lento y transmitida en diferido con calculadísima estrategia. “Cuando Fidel se enfermó, Bush y Condoleezza Rice dijeron, no vamos a aceptar a Raúl Castro. Lo han tenido que aceptar. Había gente en Washington que quería invadir Cuba”, me había contado Alarcón.
El 24 de febrero de 2008 era el día D: el parlamento cubano elegiría al nuevo jefe de Estado. Y por las grietas de la conmoción general emergía una profunda expectativa de cambio.
Deambulé durante días por La Habana, afinando oído, buscando detalles de la intuida “transición”. Publiqué una crónica titulada ¿Dónde está Fidel?, escrita tras formular esa pregunta a personas que estaban en el Malecón habanero.
Las respuestas, múltiples y contradictorias, me dibujaron un paisaje político de un país más fidelista que comunista. Rómulo, un ancianito, me respondía que Fidel era “coraje y lucidez”, apuntando a un cartel inmenso con tres caras y una frase: Bush + Aznar = Hitler. “Fidel vive en otro planeta! Ya es hora de que los políticos vuelvan a la Tierra. La juventud no tiene salida”, me respondía un grupo de jóvenes.
Fidel era eterno en las calles de La Habana. Hasta en las críticas, Fidel, el entrañable “barbatruco”, salía casi indemne. En esa época, Fidel seguía siendo inmortal en el imaginario cubano. Escuché varias veces un chiste: Fidel no acepta una tortuga de regalo porque “vive 100 años, uno les coge cariño y luego se mueren”. Nadie se atrevía a imaginar un futuro sin Fidel.
Gatopardismo a la cubana
El 24 de febrero, las expectativas de una transición acelerada recibieron un mazazo de realidad. Después de 49 años y 55 días en el poder, la sangre nueva entró en la presidencia cubana. Sangre de la misma sangre: Raúl Castro heredaba el poder, frustrando la posibilidad de cambios más profundos, encarnados en figuras como Carlos Lage, Felipe Pérez Roque o Carlos Valenciaga. Cambiar todo para no cambiar nada. La célebre frase que el escritor italiano Giussepe di Lampedusa acuñó en El Gatopardo para la transición italiana del siglo XIX adoptó ropajes tropicales. De Fidel a Castro, y gobierno porque me toca. José Ramón Machado Ventura, de 77 años, era el primer vicepresidente.
Me lancé a la calle en esas primeras 24 horas sin Fidel. Mis interlocutores soltaban frases con trasfondo críptico o irónico: “Son cambios pero no son cambios”, “qué pensabas, que iba a gobernar Bush”, “estamos de acuerdo con Raúl”. Una amiga fotógrafa transpiraba rabia en la primera madrugada sin Fidel: “¿Tú crees que ese tipo sabe qué es un pen drive? ¿Las necesidades del pueblo cubano?”.
Sin embargo, muchos jóvenes de la vida alternativa de La Habana me sorprendían cerrando filas con Raúl. “Ganamos todos”, me decía Yannis, reconocida agitadora cultural. Cambiar para que cambie nada, pero manteniendo viva la expectativa del cambio, la posible transición.
Volví a La Habana varias veces en 2008. En diciembre, los medios del mundo apostaban por cubrir el 50º aniversario de la revolución cubana. Y hablaban de la transición cubana. Por entonces, todavía no había entendido algo sobre Cuba. El Gobierno apenas manejaba dos relatos o posturas: defender la revolución o ser capitalista/imperialista. Sin claroscuros. Rojo o azul. Desde mi primer viaje a Cuba, en el año 2002, había vislumbrado brechas, matices, que no encajaban con ninguno de los dos. Un legado defendible, una asfixiante falta de libertad. Y algo en medio.
Escribí sobre las elecciones cubanas desde un colegio del barrio popular de Pogolotti, unas peculiares elecciones “con voto único” para elegir a diputados, en las que la mitad de los candidatos surge de asambleas populares. Conocí la iglesia baptista Ebenezer de Marianao, en La Habana, vinculada a Martin Luther King y al socialismo, que tumbaba el mito de la persecución religiosa en Cuba.
Cuando mis textos desmontaban clichés negativos sobre Cuba, los trabajadores del Centro de Prensa Internacional (CPI) me daban palmaditas. Cuando los textos se salían del relato revolucionario, los “compañeros” del CPI, siempre simpáticamente, intentaban definirlos como “imperialistas”.
No existía lo intermedio, la realidad con sus brechas. El escritor Pedro Juan Gutiérrez, todo un best seller mundial, me reconocía que sus libros no están en la Biblioteca Nacional José Martí, a pesar de que sus textos apenas retratan la vida de la calle. La bloguera Yoani Sánchez intentaba entonces habitar esas brechas. Aunque después adoptó una postura más claramente anticastrista, entonces se limitaba a hablar de lo cotidiano, con voz crítica. Citarla en un artículo despertaba automáticamente suspicacias.
Publiqué un reportaje largo, Los Hijos de la Revolución, que resumía mi convivencia con personas nacidas en el año 1959, pros y contras, defensas del régimen y críticas. Repetí el recorrido que la Columna 1 de Fidel Castro hizo en La Habana el 8 de enero de 1959, acompañado del fotógrafo Ernesto Fernández, que lo cubrió entonces. Charlé con Gabriel García Márquez en el lobby de un hotel (“De Cuba siempre se aprende, chico”). Rechacé un avión del Gobierno cubano a Santiago de Cuba, para cubrir el discurso de Raúl Castro. No me interesaba el discurso y relato oficial. Solo lo que pensaba y sentía la gente. No había entendido todavía que no cabía un tercer relato sobre Cuba, apenas el oficial y el antagonista.
No existían oficialmente cosas que yo palpaba, sentía y olía. Los desfiles cool de Havana 7 y la revista The H (apenas distribuida fuera de Cuba). No existían los lectores que leían libros a los trabajadores de las fábricas de habanos que conocí en 2002, en la fábrica de Partagás. No existían las obras digitales de Rodolfo Peraza, que se había inventado un videojuego crítico, La batalla de los ídolos, que incentivaba destruir párrafos de libros de textos cubanos. No existían los jóvenes que distribuían revistas y fanzines en pen drives, ordenador a ordenador.
Aunque ninguno fuera explícitamente anticastrista, eran invisibles por el hecho de no abrazar la revolución. Las jineteras (prostitutas) o el creciente fenómeno del botellón de los jóvenes tampoco estaban en el relato oficial. En enero de 2009, los culebrones de la televisión cubana seguían teniendo un arquetipo de villano, el cuentapropista, como se conoce a quien ha abierto un pequeño negocio. Aparecían en las pantallas de televisión fumando mucho, bebiendo alcohol y cogiendo egoístamente taxis.
Tampoco había entendido entonces que la transición llegaría al mundo en diferido, como un eco del pasado que nos visita con años de retraso.
Nostalgia rusa
Por si a alguien no le había quedado claro que la transición sería lenta y milimétricamente calculada, 2009 fue el año de los rusos en Cuba. Raúl Castro pisaba el Kremlin, 23 años después que Fidel. Mientras Dmitri Medvédev y Raúl Castro firmaban un memorándum de cooperación y apertura a la inversión de Moscú, el pueblo cubano se entregaba a la nostalgia rusa.
El cineasta cubano Daniel Díaz Torres filmaba Lisanka, una historia de amor en plena plena crisis de los misiles de 1962. Dos documentales resucitaron el antiguo amor cubano-soviético, Los rusos en Cuba (Enrique Colina) y Todo tiempo pasado... ¿fue mejor? (Zoe García Miranda). Mientras, empresas rusas renovaban la flota de aeronaves y autobuses de Cuba. Realidad-ficción. Calculadísimos pasos.
Tampoco entendí entonces que la escenificación del revival consolidaba el ritmo (lento) de los cambios. Y que cerraba la puerta a un posible monopolio del capitalismo Made in USA en la isla. Si el capitalismo entraba en Cuba, sería tan ruso como estadounidense. La cortina de humo rusa tocaba directamente al corazón del pueblo cubano, que se enamoró en coches Lada o se emocionó con películas rusas en la televisión. Todo tiempo pasado fue mejor. Especialmente el pasado anterior al Periodo Especial que vivió Cuba tras el derrumbe soviético de 1991.
La prefabricada nostalgia rusa fue un preámbulo de la ralentización de las reformas económicas de Raúl Castro. Todas las reformas económicas emprendidas desde 2010 fueron un estudiado equilibrio que abre puertas al capital privado pero sin traicionar simbólicamente al socialismo revolucionario.
Los cuentapropistas ya no son los malos de los culebrones. De hecho, a finales de septiembre existían 522.855 cubanos trabajando por cuenta propia, pero con todo tipo de limitaciones legales. La entrada de capital privado en empresas públicas centralizadas sigue creciendo, pero con lentitud.
El relato no se rompe: hasta la victoria siempre, socialismo o muerte, Miami o Habana. No acaban de entrar polifonías, nuevas subjetividades, por las brechas. No hay terceras vías. Ni al Gobierno cubano ni a sus enemigos mundiales parece interesarles. A favor o en contra. La geopolítica cubana sigue los cánones fidelistas. Sigue aferrada a América Latina, a pesar de la decadencia de gobiernos aliados como Venezuela o del cambio de signo político en Brasil o Argentina.
Capitalismo, pero no tanto. Narrativas revolucionarias siempre que sea posible aunque las prácticas político-económicas ya sean otras. El relato no se rompe. Y la resistencia épica de Cuba frente al embargo del imperio consiguió generar un merchandising de la revolución atractivo y unos motivos morales más cautivadores que los de sus enemigos.
La visita de Barack Obama a La Habana en 2015 y el inicio del deshielo fueron de alguna manera un triunfo de la resistencia castrista. Los hermanos Castro manejaron los tiempos, lo que se oculta, una transición que seguirá llegando en diferido al mundo. La incertidumbre de Donald Trump, el qué hará el Tío Sam, pueden reforzar esta transición a ralentí. Dudo de que Raúl pise el acelerador. Dudo de que Trump renuncie al pastel económico de Cuba. Dudo de que Fidel fuera un lastre tan grande para las reformas, a pesar de los últimos textos antiimperialistas del columnista en jefe.
El destino alejó mi visado para residir en Cuba. Me he perdido el día a día, el calle a calle, de la esperada transición. Buceo en la realidad cubana a través de los medios y de los muchos amigos que siguen allí, que vienen y van. Me llegan ráfagas, microescenas de cambio. Guillermo Barberá, el fotógrafo catalán con quien fui por primera vez a Cuba en 2002, se ha casado con una cubana. Sueña con abrir una productora. A veces, algún exiliado me recuerda que el cambio va lento. Que Cuba se abrirá, pero poco a poco.
Lo cierto es que el mundo ha cambiado mucho desde la crisis económica de 2008. Cuba llega tarde a un capitalismo que agoniza en una fase neoliberal de comprobada ineficiencia. El capitalismo llega tarde a Cuba, con recetas caducadas. Y por ahí podría surgir alguna sorpresa, si quienes relevan a Raúl en 2018 entienden el mundo no es ya bipolar y que tanto el capitalismo como el comunismo han fracasado parcialmente. Las izquierdas del mundo busca el postcapitalismo de Paul Manson o la economía del bien común. El propio capitalismo filtrea con una economía colaborativa basada en la empatía y el colectivismo que ya existen en el día a día del pueblo cubano.
Por eso algunos algunos consideran que Cuba es el mayor laboratorio de innovación de mundo, un lugar donde la escasez obliga a reinventar de forma colectiva el uso de los objetos, de las infraestructuras. ¿Qué haría el siempre imaginativo pueblo cubano con recursos? ¿No catapultaría la economía colaborativa? ¿No podía surgir el postcapitalismo en Cuba? Difícil saberlo. Difícil que ocurra.
La transición llegará, pero en diferido. Escucharemos el eco de pequeños cambios, años después, mientras el plan macro político diseñado por los Castro sigue su curso. Restan, eso sí, algunas posibilidades de rumbos imprevistos. La percepción del mundo de los cubanos está cambiando. La televisión ya no marca tanto el ritmo. El paquete de la semana, un DVD que contiene las novedades de la semana, es la gran ventana al mundo de las nuevas generaciones. Por un puñado de pesos cubanos, cualquier persona puede disfrutar offline de lo que pasa en el planeta: artículos, revistas, periódicos, series, juegos, películas...
Pero el macrorelato no se rompe. Hasta la transición siempre. Tengo la impresión de que Cuba es un iceberg, una realidad/ficción que esconde algo. En mi primera visita a Cuba, el Chino Figueredo, el motorista del asalto de Radio Reloj en 1957 que llegó a ser jefe del espionaje cubano, me dijo off the record en su mansión de Miramar que Cuba tenía armas nucleares, de la época de la crisis de los misiles. Después, soltó una carcajada. Imposible creerle. Imposible no dudar. Y así con todo. El Chino se suicidó en 2009, tras visitar a su hijo en Miami. Difícil saber qué pasó. La verdad está en la parte oculta del iceberg.
Sospecho que Raúl Castro sonreirá en 2018, una década después de haber llegado al poder, al ver su hoja de ruta casi cumplida. Una hoja de ruta simbólicamente socialista, abierta al capital. Una hoja de ruta de la que desconocemos buena parte de los detalles. Los iremos viendo tras cortinas perfectamente diseñadas.
Una amiga cineasta cubana, en una comida reciente, me contó bromeando que hay gente que piensa que el Gobierno cubano está detrás del ilegal paquete de la semana. Tal vez sea parte del plan. Un plan para abrir ventanas controladas y encontrar el papel de Cuba en el mundo mientras el mundo sale de su crisis sistémica.