Cuando comenzó el juicio a la banda de depredadores sexuales que actuaron en Pamplona en 2016 contra una chica de 18 años, empezó también a cuestionarse el comportamiento de la víctima: que qué hacía sola a esas horas y en una ciudad que no es la suya, que si estaba borracha o había fumado porros, que se había ido voluntariamente con sus agresores. Las pantallas de televisión y de las redes sociales se convirtieron incluso en una plataforma especulativa sobre si la chica había gozado o no durante la agresión sexual. La indignación que sentimos entonces muchísimas mujeres se gritó en las calles con el eslogan ‘Hermana, Yo Sí Te Creo’ y se plasmó en un hashtag homónimo que cobró la fuerza de un huracán imparable.
No se trataba de un, digamos, corporativismo de género. Las mujeres creíamos a la víctima de Pamplona porque todas, repito, todas las mujeres hemos vivido la agresión machista a lo largo de nuestras vidas, y cuestionar a la joven de los sanfermines no era sino la respuesta habitual del patriarcado: culparla a ella. Más allá de que las pruebas apoyaran su denuncia, el hecho mismo de denunciar una violación, grupal en este caso, nos obligaba a creerla. Por la sencilla razón de que, digan lo digan los agentes del mal patriarcal, las mujeres no vamos por las comisarías denunciando violaciones que no hemos sufrido. No lo hacemos. Quien lo diga, miente interesadamente. Denunciamos violaciones porque sufrimos violaciones. O no las denunciamos aunque las hayamos sufrido: ante el cuestionamiento de la víctima de Pamplona, yo misma describí entonces mi violación en una columna. Fui voluntariamente a casa de mi agresor a mantener relaciones sexuales, aunque luego le dije que no quería seguir allí y me encerró con llave. No hubo esa violencia física que se expresa en golpes, cuchilladas o mutilaciones porque consentí precisamente para que todo eso no sucediera. Preferí que no me torturara ni me matara.
Tras la sentencia de Pamplona, que no ha considerado agresión sexual a una violación en grupo por parte de unos depredadores cuyo modus operandi está incluso plasmado en hilos de whatsapp (ya, ya sé que los jueces no juzgan conversaciones repugnantes sino hechos concretos en un tiempo y un lugar determinados), la indignación ha calado en una aplastante mayoría de la sociedad española, cruzando incluso nuestras fronteras, y ha generado otro hastag, #Cuéntalo, que ha desbordado cualquier previsión y se ha convertido en Trending Topic mundial. No es ninguna sorpresa. No lo es porque la iniciativa lanzada en Twitter por las periodistas Cristina Fallarás y Virginia Pérez Alonso, que ha alcanzado más de 200.000 testimonios en primera persona en apenas 24 horas, no es sino una pequeña muestra de lo que es la memoria de las mujeres.
“El efecto Rashomon se refiere a la forma en que un cambio de perspectiva puede alterar la memoria”, escribe la periodista Joanna Connors en la introducción a su libro Te encontraré. En busca del hombre que me violó, publicado en España por Errata Naturae. Bajo sus efectos, la violencia sistemática que las mujeres hemos sufrido a lo largo de la historia se ha convertido en un relato subjetivo al servicio del sistema opresor: se ha priorizado la versión del hombre abusador, acosador, explotador, violador. De alguna manera, ese mismo efecto ha servido para que las mujeres podamos sobrevivir a pesar de la violencia contra nosotras: para poder seguir viviendo, nuestra propia memoria ha escondido, velado, apartado, olvidado la violencia de un trauma constante. Hasta hoy. Primero el #MeToo y ahora el #Cuéntalo han abierto las compuertas de la basura patriarcal que todas las mujeres del mundo hemos acumulado en contra de nuestra voluntad.
La subjetividad interesada que ha contado la historia está dando paso a una verdad: todas las mujeres somos víctimas. Incluso las que no lo han sido de manera explícita. Incluso las que creen que no lo han sido. Lo hemos sido todas, más allá de haber sido o no violadas en un descansillo, porque el relato opresor, la historia del patriarcado nos incluye a todas. A todas nos ha sobado un jefe. A todas nos ha perseguido un hombre por la calle. A todas nos ha tocado un padrastro por debajo de la falda cuando teníamos seis años. A todas nos ha penetrado un abuelo. A todas nos ha dado el ginecólogo un cachete en la nalga. A todas nos ha acosado un vecino en el ascensor siendo adolescentes. A todas nos ha toqueteado un profesor. A todas nos ha sacado un tío la polla en un parque. Todas hemos visto como se masturbaba un hombre en el autobús mientras nos miraba fijamente. A todas nos ha tocado un tío el culo en el metro. A todas nos ha magreado un amigo estando borrachas. Nuestros compañeros de trabajo han hecho comentarios rijosos delante de todas. Todas hemos sentido miedo al entrar a nuestro portal. Todas hemos simulado hablar por teléfono cuando caminamos solas de noche. A todas nos ha violado nuestro hermano. A todas nos ha violado nuestro tío. A todas nos ha violado nuestro padre. A todas nos ha violado el amigo de la familia que venía a comer los domingos. A todas nos han secuestrado, arrastrado a un coche, estrangulado, quemado, descuartizado, tirado a un pozo.
Todas las mujeres hemos sido víctimas de la violencia machista porque el patriarcado (la familia, el colegio, la pandilla, la empresa, las instituciones) han consentido y minimizado el trauma histórico de nuestra existencia lanzándonos el mensaje de que nuestro cuerpo, nuestra libertad, nuestra independencia no nos pertenecían. Que nuestra versión no contaba. Como no contaba nuestro trabajo, como no contaba nuestra capacidad, como no contaba nuestra opinión, como no contaba nuestra mera presencia. “¿Sabéis que tienen en común todos los tíos que han abusado de mí? Que todos son buenos chavales, buenos hijos, buenos amigos. Que si se lo contara a alguien de su círculo cercano, nadie me creería (de hecho, ya me ha pasado) porque son chicos completamente normales”. Este tuit, publicado por una chica con el hastag #Cuéntalo, resume la normalización de la violencia contra nosotras en la que se sustenta el patriarcado. El agresor de las mujeres no es solo el monstruo, el psicópata o el enfermo. El agresor de las mujeres es un sistema que se sustenta en que lo normal sea que las mujeres seamos agredidas, que lo normal sea el abuso de poder. En esa opresión, somos agredidas todas las mujeres. El monstruo, el psicópata, el enfermo es el sistema patriarcal.
Por eso cuando tocan a una nos tocan a todas, como gritamos en las manifestaciones feministas. Por eso con la sentencia de Pamplona nos han juzgado a todas: porque la han juzgado a ella, que es la víctima. Por eso la repulsa a esa sentencia ha sido unánime y contra ella se han expresado toda clase de mujeres, incluidas monjas como las Carmelitas de Hondarribia o banqueras como Ana Patricia Botín. Porque más allá de los privilegios de clase o de las circunstancias de vida, todas las mujeres hemos sido niñas, adolescentes, jóvenes, y todas sabemos lo que es la violencia machista. Si al hecho de ser mujer le añades el hecho de ser negra, migrante, trabajadora precaria, desahuciada de tu casa, refugiada, prostituta; si además de ser mujer eres pobre, no tienes formación, careces de recursos: violencia sobre violencia.
Quienes han hecho gala de un patético corporativismo han sido esos jueces, abogados y asociaciones de juristas que, perplejos ante el clamor social contra la sentencia de Pamplona, han pedido respeto a una Justicia que no lo es. Se han asustado porque las mujeres, puestas en pie, por fin a la cabecera de la historia, hemos decidido que a ellos tampoco vamos a consentirles la impunidad. Que si podemos enfrentarnos al poder patriarcal, que nos ningunea y asesina, podemos plantar cara a cualquier otro poder. ¿Qué es eso de que no podemos hacerlo si ese poder es el judicial? Si el poder judicial es poder patriarcal, como se ha demostrado en Pamplona, ha llegado la hora de recurrirlo. En los medios, en las redes, en las calles y donde haga falta. Porque a partir de ahora las mujeres vamos a empoderar nuestra versión. Porque hemos decidido cambiar la perspectiva de la historia. Contar nuestra memoria. Se la dedicamos, como la periodista Connors dedicó su libro, “a todas las supervivientes. Y a todas las preciosas chicas que desaparecieron”.