Todo lo que no se da, se pierde

En mi casa, como en tantas otras de mi generación y anteriores, nunca decíamos 'te quiero', las muestras de afecto verbales, sencillamente, no tenían lugar. Era obvio que nuestros padres nos querían. O quizás es obvio hoy, cuando de mayores nos preguntamos si así era. En esos momentos, en cambio, cuando éramos niños de pelota y goma de saltar, ese no era un tema. Ni siquiera era algo que echáramos de menos porque no sabíamos que existía. Lo que nos preocupaba eran las cuestiones importantes, aquellas sobre las que nos pedían explicaciones: si habías sacado buenas notas, si habías hecho los deberes, si no te habías metido en ningún lío y, años más tarde, qué pensabas estudiar.

“Loviu. Te quiero”. Eran las palabras que decía Jordi siempre antes de cortar la comunicación -ya fuera una llamada o una charla por whatsapp. Él tenía claro que a los sentimientos había que ponerles nombre. “Todo lo que no se da, se pierde”, me dijo un día. Y me pareció un gran lema de vida. De hecho, él tenía muy claro qué cosas eran importantes en la vida y cuáles —a pesar de lo que nos pueda hacer creer el sistema— no lo son: disfrutar de los pequeños placeres, cuidar de los amigos, conectar a personas y, sobre todo, no ahorrarles nunca ninguna muestra de cariño. Así era Jordi Jaumà Bru, el periodista de RSE más importante que ha tenido España, el enfant terrible infatigable y, sobre todo, ante todo, una persona de quien hubiéramos hecho bien de aprender: alguien que siempre era capaz de ver lo que nos unía más allá de las diferencias; que sabía dejar a un lado las disputas ideológicas para abrazarnos a todos. 

Nada más lejos de lo que vemos a nuestro alrededor. La reacción del conjunto de políticos españoles durante esta crisis, como mínimo, nos debería hacer pensar. Porque, en realidad, da igual qué color esté al frente: la dinámica existente entre partidos probablemente habría sido la misma si el Gobierno hubiera sido de otro color. En España, la política, desde hace años, es un nido de insultos, descalificaciones y burlas a golpe de tuit. Y lo preocupante no es solo que los políticos no reciban el apoyo de los demás colegas de profesión. Es que el mensaje que lanzan al conjunto de la ciudadanía, y el ánimo relacional que inspiran, es de conflicto, menosprecio y división. 

En medio del estado de alarma, solo hace falta ver los miles de personas que han reclamado su derecho a la manifestación, insultando a miembros del Gobierno e incluso pidiendo que se meta a Sánchez en prisión. Parece que esto de reclamar que se meta a los políticos en la cárcel estuviera de moda en este país. No es un fenómeno nuevo, esa dinámica ya era así antes de la crisis y el contexto de emergencia no ha hecho sino ahondar en ella —como ahonda en todas las fallas y virtudes de todo y de todos. Hasta el punto de que, ni siquiera en un momento de semejante desastre mundial, se ha hecho el intento de ir todos a una, de arrimar el hombro de verdad, de ser colegas. De ver cómo, entre todos, podemos ayudar y ser útiles para que este desastre provoque el menor dolor posible. 

“Por mi parte solo os puedo aconsejar que antepongáis la amistad a todos los intereses humanos, porque no hay ninguna otra cosa más apropiada ni más necesaria para la vida, tanto en los momentos favorables como los adversos”, decía Cicerón, el gran orador romano, en su libro Lelio o de la amistad. Los humanos hemos venido a la vida para que existan lazos entre todas las personas —más intensos como más cercanos seamos unos de otros. Porque, ¿cómo puede la vida ser digna de ser vivida sin el apoyo y el amor recíproco de un amigo? Al fin, ¿qué tesoro hay más grande que el poder hablarle a alguien como nos hablamos a nosotros mismos? La prosperidad es menos próspera si no hay nadie con quien compartirla. Las adversidades son más adversas sin alguien con quien llorar la pena. Los amigos nos dan esperanza sobre el futuro y no permiten que nuestros ánimos se debiliten o languidezcan. 

Por otro lado, a nivel social, no dar importancia a los vínculos de la amistad es un mal augurio: si eliminamos del mundo los vínculos afectuosos de la benevolencia, la necesidad de desearle el bien a los demás, ninguna casa ni ninguna ciudad podrán aguantarse en pie, nos advierte el orador romano. Empédocles de Agrigento, tres siglos antes que Cicerón, ya sostenía que todo lo que hay en este mundo y en todo el universo lo conserva unido la amistad, mientras que la discordia lo aleja. Es decir, si no somos capaces de vivir y transmitir la importancia de la amistad, la sociedad corre el riesgo de disgregarse —si no lo está ya.  

Ahora bien, para ese bien tan preciado que es la amistad, no todos estamos igual de preparados a ojos de Cicerón. El orador romano era de la opinión que no hay amistad sin virtud, y que las malas personas no tienen amigos. La amistad sólida, verdadera y duradera, se da entre personas buenas: fieles, íntegras, ecuánimes y generosas; que no tienen codicia, ni caprichos, ni insolencia. De hecho, no hay nada más digno de ser amado que la virtud, diría Cicerón, nada que incite más a estimar incluso a aquellos que no hemos visto nunca. Por eso podemos sentir amor por personas que no hemos conocido pero de quienes suponemos virtudes que admiramos. De Obama a Che Guevara; de Jesús a María Teresa de Calcuta; de Leonard Cohen a Pau Donés. O por aquellos que creemos mártires o víctimas de agravios injustos, como los refugiados. En el extremo opuesto, no hay nada que incite más al odio como el vicio o la maldad. Y por ello somos capaces de odiar a personas que nunca conocimos: de Saddam Hussein a Osama Bin Laden; de Hitler a Donald Trump. 

Y ahora viene algo importante: Cicerón observa que la fuerza de la integridad es tan grande que la queremos tanto en aquellos que no hemos visto nunca como en nuestros enemigos. Es decir, somos capaces de amar a alguien que no conocimos como, pongamos por caso, Nelson Mandela, por su integridad; pero también amamos a nuestro enemigo —y ahí no diré nombres, que cada uno le ponga el suyo— por esa misma virtud. Es más, según el filósofo, no es de extrañar que 'las almas se enternezcan' cuando creen haber percibido virtud y bondad en aquellos con los que no se comparte una amistad. Al fin, añade, los buenos aman a los buenos y se asocian entre ellos como si estuvieran unidos por unos lazos de parentesco y por naturaleza; y esta bondad se extiende a la multitud del género humano. Es decir, todos somos —o podemos ser— buenos, y por ende todos podemos entrelazarnos con ese vínculo de la amistad que mantiene las cosas unidas, como diría Empédocles. La clave es la virtud, la sinceridad. Sin virtud, no hay amistad. 

Si ahora ponemos las ideas de Cicerón a la luz de lo que vemos en nuestro entorno social y político, lo que ocurre hoy en la calle, en un Congreso, en un Parlamento, un Ayuntamiento o un Senado: da ganas de reír o de llorar. Más bien de llorar. Porque si desde Empédocles a Nussbaum sostenemos que lo que puede mantener unida esta sociedad es la amistad y el amor, el hecho de que nuestros políticos (y la ciudadanía) no sean (no seamos) capaces de apreciar la integridad del otro, de ver al otro como a uno mismo —pues al fin de eso se trata— es un asunto grave. La fragmentación y la división de una sociedad es una pésima receta a todos niveles: ni nos hará justos, ni nos hará felices, ni nos permitirá mantenernos en pie. 

Deberíamos recordar al viejo Cicerón cada vez que se nos pase por la cabeza insultar o menospreciar a nuestro 'enemigo' político. Sería más sabio por nuestra parte poner nuestras energías y nuestro ánimo en la apreciación porque, como diría el filósofo: dado que la existencia humana es frágil y caduca, continuamente tenemos que buscar a alguien para amar y que nos ame, porque la vida sin el amor y la benevolencia de otro no tiene ninguna gracia, ningún encanto. 

Jordi Jaumà, el fundador de Diario Responsable, murió hace apenas dos semanas. Quince días que parecen una eternidad. Si la amistad es el tesoro más grande, con él se nos fue una fortuna: la de quien era capaz de arrancarnos siempre una sonrisa, de darnos, a todos, ánimo y esperanza. La amistad verdadera se da entre personas buenas, decía Cicerón: fieles, íntegras, ecuánimes y generosas; que no tienen codicia, ni caprichos, ni insolencia. No hay mejor descripción de quien fue Jordi, el gran amigo. Y lo más triste es que su partida nos deja huérfanos de algo que todos necesitamos como el aire para respirar: el arte de coser las suturas; el arte de cantar en la miseria, que diría Sábato; el arte de decir 'I loviu, no matter what'.