Desde hace tiempo, pongamos como fecha de partida la crisis del 2008, los gobiernos pierden legitimidad, en un tapón que no se cierra. Las instituciones se sienten lejanas, ajenas a los problemas reales. Los políticos acumulan los índices de aprobación más bajos de la historia. Los desafíos globales, como el cambio climático, parecen pedirnos soluciones más generalizadas que liderazgos cínicos y sin carisma. Así que la desafección lleva tiempo extendiéndose como una molécula de gas en un globo a punto de estallar. Una desafección que conduce irremediablemente a la abstención. No es solo que algunos votantes no se sientan interpelados por la política, es que piensan que no es útil y, por tanto, dejan de votar. Ocurre, por ejemplo, en los barrios humildes donde el divorcio ciudadano-político es notable.
El otro día Pablo Motos presentaba sus credenciales en la nueva temporada de El Hormiguero. Será una temporada que “aporte la alegría que necesita la gente”, decía. Seguramente este sea el objetivo más loable de cualquier programa de entretenimiento, provocar sonrisas en tiempos grises, generar carcajadas después de días mustios. Pero en su discurso añadía también otro mensaje generalizado, después de mentar a los niveles de inflación: “No parece que nuestros políticos nos vayan a salvar. Yo no confío en los políticos, pero confío mucho en la gente”.
El discurso provocó una sonada ovación en plató. Era previsible. El odio hacia la clase política es una forma socialmente aceptable de intolerancia en España, además del odio al seleccionador nacional de turno. No aparece en la Constitución, pero debería. Solo hay una cosa que gusta más a un público hastiado que la frase “todos los políticos son iguales” (sentencia rara vez exenta de ideología) y es un “a mí no me gustan los políticos, me gusta la gente”. Porque nosotros, la gente, no nos queremos mezclar con la clase política, otra clase de gente, gente en entredicho, gente entre comillas, a veces gentuza. Es un fenómeno similar al que ocurre cuando paseamos por el centro de una ciudad turística y farfullamos “joder, cuánta gente”, como si nosotros no formásemos parte de esa masa. En el puente de la Constitución, paseando por Gran Vía de Madrid, la gente es otra, no tú. En hora punta en una playa cualquiera del levante, la gente es otra, no tú. Tratando de pedir cerveza en la barra de un concierto, la gente es otra, no tú. Cuando embarcas en un avión entre colas enmarañadas y caos grupal, la gente es otra, no tú.
El individualismo, el encogimiento de hombros y una actitud escéptica hacia la política son saludables hasta cierto punto. Hay higiene democrática en la desazón, en la crítica. Pero, bienvenida la obviedad, es la gente la que elige a sus representantes. O, como diría uno de esos representantes elegidos por la gente, es el alcalde el que elige al vecino. Un mal político no suele provocar el caos por sí solo, como un espasmo temporal transitorio; normalmente un mal político es consecuencia del propio caos ya instaurado.
El discurso de “deja de creer en los políticos, solo nos podemos salvar nosotros mismos” rara vez conduce a una salvación. Como mucho conduce a que se salven los de siempre (los que pueden) o al encumbramiento de nuevas voces que se envisten de salvadoras con ideas de sobra conocidas por todos.