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Ellos decapitan niños, pero el terrorista eres tú

Reunión de Abascal con el Gobierno de Netanyahu, en Israel.

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Hace tiempo conocí a un cooperante que había trabajado varios años en diferentes países del África occidental. El hombre me explicó cómo, en comunidades apartadas, llegaban las guerrillas a matar a dos o tres y a llevarse a otros cuantos como esclavos: “No me malinterpretes, esclavizar a una persona es lo más terrible que uno puede imaginar, pero es que hay algo peor”. Su pausa para mí fue eterna; repasé mentalmente todos los horrores posibles y no encontré nada peor. “Lo que pasa en estas comunidades, que quizá solo tienen contacto con un par de aldeas de la región, pero poco más, es que si pierden al que trabaja el metal, no pueden comerciar. Si secuestran o matan al que sabe pescar, al que caza o al que sabe tratar a los enfermos, esas comunidades están condenadas”. Claro que uno olvida, con esto del dinero, que donde se vive del trueque, el capital es humano. Ese día llegué a casa entendiendo que para llevar a cabo un genocidio no es necesario matar a demasiada gente, solamente hay que extirpar a una población de su capacidad para ser, desprenderles de su identidad o convertir su tierra en un yermo de escombros inhabitable.

En uno de los capítulos finales de la serie de HBO Band of Brothers (Hermanos de Sangre), un grupo de soldados de la compañía Easy de la 101º División Aerotransportada estadounidense descubren un campo de concentración en la ciudad de Landsberg am Lech, al sur de Alemania. Tras las verjas había una marabunta de personas famélicas, muertos vivientes y moribundos; hombres, mujeres y niños; comunistas, homosexuales, gitanos, sindicalistas, judíos. Cuando el regimiento se pone en marcha para alimentar a los prisioneros, saquean todo lo que pueden de las tiendas del pueblo. El dueño de una carnicería farfulla y se queja porque uno de los soldados se lleva una rueda de queso enorme hasta que Webster, uno de los personajes que más habían mantenido la cordura durante toda la guerra, encañona al carnicero alemán y le dice: “¿Vas a decirme que no sabías qué pasaba a dos kilómetros del pueblo? ¿Que no te llegaba ese olor todas las mañanas?”. Otro soldado, creo que en otro capítulo, captura a un grupo de las SS que suplican por su vida diciendo “Ich bin kein Nazi”. “Qué casualidad que no me he cruzado a un solo nazi en toda la guerra”, dijo. No les disparó. Mientras vuelvo a toparme en redes con el vídeo de un padre palestino que sujeta el cuerpo decapitado de su hijo en un campo de refugiados de Rafah, me pregunto en qué punto de la omisión de socorro uno se vuelve cómplice, o si hacerse fotos con el genocida te hace colaboracionista; lo que no llegaré a entender, por más que me lo expliquen con guiñoles y dibujitos, es cómo pueden sentarse en la misma mesa el hijo de una víctima del holocausto con el de Ekkehard Tertsch.

Parece que es mucho pedir lo de condenar los ochenta años anteriores, pero si nos remontamos al 7 de octubre hasta hoy, hemos leído a columnistas, escuchado a políticos y sufrido a tertulianos que, bajo el amparo de la lucha antiterrorista, han justificado el bombardeo de hospitales y la masacre de inocentes. No condenaré a Hamás como no condenaría al Vietcong, como ya dijo el compañero Lavin (@laviincompae) en noviembre. Equiparar es equidistar, y aceptarlo es comprar el relato de Israel de que están llevando a cabo tarea histórica, homérica. Es asumir la veracidad de la épica belicista contra su enemigo veterotestamentario. En una correlación de fuerzas, el institucionalismo tiene la capacidad de calificar a su adversario de terrorista sin derecho a réplica.

Ya empieza a haber cargos en la Corte Penal Internacional contra Netanyahu y su etnoestado, pero me pregunto qué pasa con los que lo han justificado, los que lo han alentado y los que han esparcido una duda razonable sobre si es legitimo o no matar a quince mil niños en menos de un año; me pregunto cuántos periodistas y políticos españoles deberían tener un hueco en el banquillo de La Haya; me pregunto qué es lo que querrá la humanidad para sus criminales cuando esto acabe. Inscribir las lindes del colaboracionismo es complejo en términos de justicia. Y este es el mundo que hemos construido. La justicia es un consenso que no siempre satisface, por eso la venganza es mucho más apetitosa.

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