La lealtad tiene connotaciones positivas, aunque a veces descubra lados oscuros. Todo depende de dónde se pose la mirada. Delphine de Vigan ya escribió que las lealtades eran una especie de lazos invisibles que nos vinculan con los vivos o con los muertos, promesas murmuradas, fidelidades silenciosas y hasta contratos a veces firmados con nosotros mismos.
Sostendrá Emiliano García Page que con sus abruptas declaraciones en las que situó al PSOE en el extrarradio de la Constitución ha sido leal con el proyecto en el que milita, con sus convicciones más profundas y hasta con el Pedro Sánchez de antes del 23J que, igual que el castellanomanchego, decía que la amnistía no cabía en la Carta Magna.
Sostendrá también que en una democracia que se precie no cabe el pensamiento único y que el espacio de la deliberación pública debe ser abierto y plural, fuera y dentro de las organizaciones políticas, aunque esto último tenga mucho de retórica en los partidos, donde lo que se premia más bien es la sumisión y el culto al líder.
Y sostendrá además que, en esta gran falacia en la que vivimos, hasta las más elementales verdades están en entredicho. Todo esto, después de que le hayan caído chuzos de punta de sus propios compañeros. Nunca fue Page de los que sujetan la lengua, sino más bien de los socialistas siempre sueltos con el verbo. Dentro y fuera de su partido. Y, aun así, después del revuelo provocado, ha matizado sus palabras y ha aclarado que es Puigdemont el que arrastra al PSOE a los márgenes de la Carta Magna.
Pero lo que realmente ha indignado a la cúpula socialista no ha sido escuchar la crítica de Page al Gobierno por sus ataduras al independentismo, su categorización del terrorismo o su contorsionismo argumentativo ante las cesiones de sus socios, sino que lo haya hecho en un momento de especial debilidad del Gobierno por la ley de amnistía. Y que haya asumido, de paso, como propio el discurso de la derecha sin que jamás se le haya escuchado un sólo reproche a la brutal oposición ejercida por los de Feijóo.
Nadie se ha puesto por el momento en contacto con Page desde La Moncloa o Ferraz. Ni siquiera tienen intención de hacerlo, porque en el pasado lo hicieron y no surtió efecto. La última ocasión en que el secretario de Organización, Santos Cerdán, se reunió con el castellanomanchego, antes de las pasadas Navidades, tuvo la sensación de que había tomado nota cuando le pidió que modulara la crítica. Cuentan en Ferraz que Page estuvo especialmente solícito y que, incluso, le reconoció que en ocasiones se metía en charcos que no debía, como le había indicado en alguna ocasión hasta el mismísimo Arzobispo de Toledo. Al día siguiente, un diario no precisamente progresista publicaba en portada una entrevista suya en la que volvía por sus fueros en la crítica al Gobierno.
Page es para el Ejecutivo de Pedro Sánchez lo que en su día fueron Bono o Ibarra para los de Felipe González o Zapatero, una especie de mosca cojonera incapacitada para callar la boca. La diferencia es que ninguno de ellos se prestó nunca al juego de la derecha ni a concertar estrategias conjuntas, como se le escucha al castellanomanchego en conversación animada con los barones del PP en la llamada “conjura de Fitur”. Derecho a discrepar, sí, pero no a confabular con los contrarios. Una cosa es decir lo que nadie quiere oír, aun a riesgo de ser inconveniente o salirse del guion, y otra muy distinta es hacerlo siempre con los tuyos y rara vez con los contrarios.
Olvida Page que sus ocasionales aliados de ahora son los mismos que recorrieron los pueblos de su Comunidad durante la campaña electoral del pasado 28M en camiones que llevaban estampado el logo del PP junto a una fotografía del barón del PSOE al lado de la de Arnaldo Otegi con la frase: “Que os vote Txapote”. Si hay alguien que pudiera extraditarlo, como ironizó el presidente de Castilla-La Mancha en esa especie de aquelarre improvisado contra Sánchez, ese no sería su partido, sino más bien el de los presidentes autonómicos con los que ahora coquetea.