Pasan continuamente cosas, brotan noticias y más noticias, pero se equivocan quienes hacen la lectura de que se avanza algún milímetro hacia la solución del descosido. En España ya sabemos que algunos movimientos son trágicos, falsos e inútiles. Si el problema fuesen treinta presuntos locos, ahora que ya los han cazado y los han metido en cajas herméticas, tendríamos la sensación de que nos acercamos a un buen desenlace, pero hasta Mariano Rajoy, que ya es decir, sabe que hoy estamos más lejos que ayer de eso. Cuando dos piezas de un puzzle no encajan sirve de muy poco presionarlas por los bordes ya sea con cuidado o sin cuidado. Para resolver el puzzle hay que hacer otras cosas, pero aquí se ha optado por la presión.
Mariano Rajoy tal vez piense que ha llegado la hora de la justicia, pero tenía que haberse hecho justicia, o por lo menos más justicia, antes. Adelantarse a la recogida de firmas anticatalanas y ajustar a tiempo el puzle multinacional. Y hacer justicia de verdad, no bromas de mal gusto a partir de los textos legales. A Carles Puigdemont no se le entendía cuando discurseaba; ¿había dicho si o había dicho no? Pero a Rajoy y al juez Llarena (que lo lleva escondido entre los pliegues de la toga) o se les entiende demasiado o no se sabe de que hablan cuando se refieren a la violencia.
El pasado día 1 de octubre el secesionismo hizo de todo, empezando por trampas y acabando con exhibir mucha presión resistente, pero la violencia la puso la policía y de ello damos fe hasta quienes no somos independentistas. Lo menos que puede decirse del dúo Rajoy / Llarena es que se equivoca. Y cuando estima que los delitos cometidos por los políticos catalanes además de merecer un encausamiento se ajustan en todos los casos a lo previsto democráticamente para la prisión sin fianza, vuelve a incurrir en eso que tantos y tantos calificamos de equivocación para arriba.
Indigna que ante estos digamos que errores ni actúen –como si no pudieran– las instancias superiores de la justicia española. ¿Qué hubiese pasado si el instructor del caso Urdangarín hubiese desbarrado en el mismo sentido? ¿O si se hubiese desmadrado metiendo en la cárcel antes de juzgarlos a los sospechosos de las corrupciones del PP, jefes y no jefes? Hay una segunda indignación: ¿porqué los españoles serios y legalistas asisten tan mayoritariamente en silencio a esta subversión del Estado de derecho (y benditas sean por su coraje civil y por su lucidez las excepciones, aquellos que consideran que el fondo de este problema rebasa a lo que es meramente secesionista).
Por esas dos cuestiones una mayoría muy amplia de los catalanes tenemos una inmensa decepción que podríamos considerar anecdótica respecto a Llarena, pero un gran cabreo trascendental con la España consentidora. Es esto lo que ensancha el descosido. Se ensancha no porque los independentistas tengan ahora más razón, sino porque a los ojos de Catalunya lo que representa al Estado unitario cada vez la tiene menos.
Esta cuestión de fondo es la más preocupante. Mucho más que el alcance de las manifestaciones callejeras y sus cifras. Porque esas protestas, aunque sea llamativas, tienen un valor muy relativo después de saber que a más de media Catalunya no le gusta manifestarse en la calle para visualizar lo que quiere. Ese otro gentío considera suficiente ir a votar (y comprobar que el independentismo todavía es ligeramente minoritario) y quedarse en casa esperando a que los jueces trabajen con rectitud contra quienes actuaron contra la Constitución y el Estatut y no los aceptan de corazón ahora.
Pero, a medida que avanza el descrédito de la justicia y a medida que oficialmente se equipara la resistencia pacífica a la violencia, no sólo crujen las convicciones, sino que se empuja inequívocamente hacia la radicalidad en la calle. Y empujar hacia la radicalidad en la calle creo que debemos considerarlo un delito lo haga quien lo haga, sean unos secesionistas o sean unos unionistas, y sean de aquí o sean de allí.