Desdén, desconfianza y disolución

Capítulo 3

“En algunas situaciones, la salida es una reacción de último recurso, después de que la voz ha fracasado”.

Albert Hirschman, Exit, voice and loyalty

Desde mediados de la pasada década se ha producido entre los catalanes un aumento sostenido de la preferencia constitucional por un Estado independiente. Este aumento se ha acentuado especialmente desde 2010, de forma que el Estado independiente ha pasado a ocupar el primer lugar entre las preferencias de los catalanes. En todas las encuestas desde ese año en que se ha preguntado a los catalanes por su posición ante un referéndum por la independencia, la opción favorable supera con gran distancia a la contraria. La posición favorable a la realización de una consulta al respecto —a la expresión de soberanía— es todavía más mayoritaria, pues la suscribe incluso una parte importante de los catalanes que votarían no a la independencia.

Los argumentos improvisados y más socorridos en el debate político y público en España para explicar esta evolución de preferencias han sido el adoctrinamiento de los niños catalanes perpetrado por el sistema educativo catalán desde que está bajo gestión autonómica y la extensión de una epidemia de nacionalismo entre la población, que habría alterado la capacidad de discernimiento de la gran mayoría de los catalanes.

El argumento del adoctrinamiento de los niños catalanes se enfrenta con los datos de la realidad. La opción a favor de la independencia en las encuestas es ampliamente mayoritaria en todos los segmentos de edad. También entre las generaciones de catalanes que fueron educados bajo el régimen franquista, las generaciones nacidas a principios de la década de los sesenta o antes. Con toda seguridad, el argumento del adoctrinamiento de los niños es una proyección hacia Cataluña de lo que sería el deseo explícitamente expresado por los muy conspicuos representantes del nacionalismo español, que definen lo suyo como «patriotismo», en la lógica propia del nacionalismo banal: «Españolizar a los alumnos catalanes».

El argumento de la extensión del virus del nacionalismo entre los catalanes confunde «identidad nacional» con «nacionalismo». Y choca también contra los datos de la realidad. La apelación a argumentos identitarios y de tipo nacionalista es más del doble de frecuente entre los catalanes que dicen que votarían en contra de la independencia que entre los catalanes que dicen que votarían a favor. Otra vez, la intensidad del recurso a este argumento fallido es directamente proporcional a la intensidad del nacionalismo español del analista u opinador en cuestión. En el primer capítulo se han aportado muestras fehacientes y muy expresivas al respecto.

Un tercer argumento sostenido de forma generalizada y difusa es que el aumento del independentismo se explica porque «los catalanes quieren ser diferentes». No es muy fácil determinar la intensidad del deseo de ser diferentes de los catalanes, pues todavía no se dispone de diferenciómetros tan sofisticados. Pero sí es posible evaluar la percepción que tienen los ciudadanos del resto de regiones sobre la diferencia de los catalanes.

Los datos son abrumadores: los catalanes son vistos como muy diferentes a los españoles por los ciudadanos de todas y cada una de las regiones de España. Es más, son vistos incluso como más diferentes a los españoles de lo que se ve a los europeos. Esta percepción de diferencia expresa y naturaliza la percepción por los españoles de los catalanes como un grupo social de tipo nacional diferente. Vendría a traducir una posición del tipo «Cataluña es España, pero los catalanes no son españoles». Aunque esta percepción es generalizada, en la realidad no se traduce en un reconocimiento explícito de las identidades nacionales diversas en España.

Además de ser vistos como diferentes, los –como grupo social– generan un rechazo intenso y unánime en todas las regiones españolas. Son rechazados como compañeros de trabajo por la gran mayoría de no catalanes que se pronuncian al respecto. Además, y en general, se les asocia con las características de tacaños, egoístas, insolidarios, cerrados, ambiciosos, materialistas y antipáticos. Aunque con menor intensidad (y de forma decreciente), se les asocia también con las características de emprendedores, inteligentes, prácticos y serios. Esto define una relación emocional y anímicamente tóxica, aunque también instrumentalmente útil. Es decir, se trata de una asociación de conveniencia meramente material.

Dos incisos son procedentes en este punto. En primer lugar, ni la población de Cataluña ni la de región alguna son uniformes en sus opiniones, percepciones e identificaciones de grupo. Dicho esto, hay que recordar que las observaciones efectuadas se corresponden con actitudes y percepciones medias que son muy representativas del grupo respectivo.

En segundo lugar, es del todo irrelevante en qué medida estas actitudes son «ecuánimes» o estas percepciones se ajustan a la realidad. Al fin y al cabo, estas actitudes y percepciones son las que definen la realidad de las relaciones intergrupales con los catalanes. Podemos incluso asumir que hay muy buenas razones para percibir así a los catalanes, y que sólo reciben la simpatía y preferencia que merecen. Aun así, lo que queda meridianamente claro es que la percepción de (la mayoría de) los catalanes de amplio rechazo en el resto de España no es producto de ninguna obsesión paranoica. También está claro que la identidad grupal de los catalanes es diferente, y está claro sobre todo para los ciudadanos de otras regiones. Concluyamos esta recapitulación con la observación de que las actitudes y percepciones observadas no son coyunturales, no son consecuencia del último rifirrafe sobre financiación autonómica, o del último proceso de reforma del Estatuto. Son muy estables en el tiempo. De hecho, se edifican sobre las situaciones de aguda hostilidad y amenaza entre grupos que definieron las relaciones entre Cataluña y la Corona de Castilla en el siglo XVII. Sobre todo, entre el período previo a la guerra de Cataluña (en la década de 1640, la guerra dels Segadors en Cataluña) y que culmina con la guerra de Sucesión. Esta guerra se desarrolló entre 1702 y 1714. Comenzó como un conflicto internacional, y a partir de 1705 adquirió también una dimensión interna: los territorios de la Corona de Castilla y Navarra se alinearon con el bando francés, mientras que los de la Corona de Aragón lo hicieron con el bando austríaco. En su vertiente interna, como señala David Ringrose, la guerra «adquirió la forma de una conquista borbónica de Cataluña, Aragón y Valencia». En el ámbito institucional, «fueron abolidas las Cortes locales, la Corona empezó a vender los puestos de regidor en los Consejos municipales, los tribunales se incorporaron al sistema castellano y los corregidores fueron nombrados desde Madrid. De este modo, la autoridad real no sólo quedó fortalecida dentro de Castilla, sino que las prácticas castellanas se extendieron a la Corona de Aragón». España quedó transformada de hecho y de derecho en un Estado centralizado.

Como explicaba en mi artículo «Desmitificando desmitificaciones» (en La Vanguardia, el 15 de enero de 2013, reproducido en el Anexo), no creo que el historicismo tenga un papel determinante en los debates actuales sobre Cataluña y España. Ahora bien, no podemos entender la realidad de dónde estamos y cómo hemos llegado a ella sin tener en cuenta cuáles son las bases y los antecedentes de los problemas. Recordemos de nuevo: «Nos guste o no, la historia entra dentro de la de la propia definición del problema de las actitudes intergrupales y de las imágenes que tenemos de nuestro propio grupo y de otros grupos».

Éste es el cuadro de base del problema. Un antiguo y duradero problema de desconfianza recíproca entre grupos distintos que coexisten dentro de una misma organización estatal. Una relación que es vista por amplios sectores de España como, aunque instrumentalmente útil, emocionalmente tóxica. Una asociación de conveniencia. Ésta es la sustancia de la conocida aseveración de José Ortega y Gasset en su discurso parlamentario el 13 de mayo de 1932: «El problema catalán [...] es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar». Desafortunadamente, la «conllevancia» no es un marco adecuado para las relaciones de cooperación en mutuo provecho. Además, es una situación de naturaleza inestable, que dificulta el correcto funcionamiento de la organización estatal en cuyo seno se produce.

Pues bien, la razón principal que explica el aumento del apoyo a la independencia en Cataluña es el fracaso de los intentos de generar un nivel suficiente de confianza que sirviese para conseguir grados aceptables y estables de cooperación dentro del Estado español, organización institucional de España. Es lo que se ha denominado en ocasiones, de forma un tanto metafórica, el problema del «encaje de Cataluña en España». Tal fracaso ha llevado a la mayor parte de los catalanes que habían participado activamente en este proyecto, o lo habían apoyado, a la conclusión de que el «encaje» es imposible. Enfrentados a una disyuntiva polarizada entre asimilación (es decir, disolución dentro un único grupo nacional en España) y secesión, la independencia es asumida como solución preferida en este menú restringido.

No se trata de nada tan grandilocuente ni épico como adoctrinamientos, epidemias de nacionalismo o ganas de ser diferentes. Es más sencillo de entender, aunque quizá más duro de aceptar: cuando ha fracasado la voz, la salida se convierte en una reacción de último recurso.

Este capítulo se propone diseccionar este proceso en las últimas décadas. De acuerdo con la cuestión que se pretende explicar, y a diferencia del capítulo anterior, ofrece una visión desde Cataluña. Para avanzar en tal dirección, necesitamos primero aprovisionarnos con algunos conocimientos generales sobre el efecto de los conflictos entre grupos, la función de la confianza, sus efectos, cómo se genera, cómo se pierde y los efectos de la desconfianza.