Hace unos años conocí a un dirigente de izquierdas que se pasaba el día absorto con el móvil. Usaba el dispositivo en todo momento, ya fuera en las reuniones, paseando por la calle o incluso en los mítines cuando no estaba en el uso de la palabra. Ese comportamiento, que podría parecer algún tipo de adicción sin sustancia, escondía algo políticamente siniestro: esa relación tóxica con el móvil estaba condicionando de una manera muy intensa la propia visión del dirigente.
No pretendo demonizar la tecnología per se. El problema es que esta persona usaba el móvil para frecuentar las redes sociales en busca de señales que le dijeran si lo estaba haciendo bien o mal. Esto no lo he visto en un solo dirigente, sino en muchos. De hecho, yo diría que esta descripción está bastante ajustada al comportamiento de la clase política actual. Puede que muchos no escriban ellos sus propios mensajes, pero por mi experiencia puedo afirmar que la mayoría sí visita las redes como lectores.
En estos años he conocido a dirigentes que tratan las respuestas en redes sociales como si fuera una encuesta del CIS. En algunos casos creen ciertamente que la acumulación de comentarios podría ser un indicativo de algo; incluso una suerte de brújula. El problema es que, como consecuencia, tienden a asimilar ese feedback cambiando su propia posición política. Es decir, si el dirigente manifiesta en público una determinada opinión y, al cabo de un tiempo -que pueden ser minutos-, observa a través de su dispositivo que en las redes sociales ciertos usuarios responden negativamente, la reacción común es pensar que la acción ha sido equivocada. He visto a dirigentes nerviosos porque un usuario de twitter con un avatar con forma de huevo les respondía desfavorablemente a ciertas declaraciones políticas.
Es probable que si el avatar-huevo fuera una persona real y socializara en la calle su comentario, que bien podría ser un insulto, cualquier persona entendería que se trata de una gota en un océano. No es agradable cuando una persona anónima nos dice algo negativo por la calle, pero no es el tipo de cosa que nos atormente en un país con casi 49 millones de habitantes. Sin embargo, cuando eso ocurre en redes sociales es como si todo cambiara. Quizás es porque lo sufrimos en un dispositivo al que le tenemos cariño, pues es donde leemos los mensajes de nuestra familia, o quizás sea por otra razón. Con todo, la realidad es que en las redes sociales descifrar quién es el emisor resulta sumamente complicado. Y el problema es que esos mensajes nos terminan afectando.
Evidentemente estas cuestiones, que tienen mucho que ver con la vulnerabilidad de la psicología humana, han sido perfectamente comprendidas por ciertos núcleos de poder. Así, hace años ya que emergieron las granjas de bots para que ciertos poderes, empresariales y políticos -y de todos los colores- pudieran influir directamente en las percepciones de los ciudadanos y, también, de la clase política. Bombardear el dispositivo de un político con decenas o centenares de mensajes que fingen ser ciudadanos genuinamente preocupados por algún tema sensible puede tener efectos importantes si no estamos advertidos y protegidos. De hecho, cuando se producen “linchamientos” digitales es perfectamente razonable claudicar y desaparecer digitalmente por un tiempo, o incluso para siempre, aunque no comprendamos bien dónde terminan los humanos con antorchas y dónde empiezan las máquinas.
Quizás más lamentable en estos casos es el fuego amigo, que se dispara con mayor facilidad porque hay algo en el alma de la izquierda que parece tener interés en identificar traidores. He contado una decena de destacados militantes de izquierdas que en los últimos meses han cerrado sus cuentas en redes sociales tras haber sufrido un acoso digital organizado por haber discrepado en cuestiones políticas. Yo mismo hace un par de años que restrinjo mi actividad en redes sociales, incluso cerrando los comentarios. Y eso las redes sociales lo penalizan.
En efecto, el mayor grado de sofisticación tiene que ver con los algoritmos, los cuales están siempre pensados para secuestrar nuestra atención y dar más visibilidad a determinados tipos de mensajes -al tiempo que se excluye otros-. Si no has venido a dar espectáculo, las redes te descartan y te invisibilizan. Si además resulta que el dueño de la red es un ultra, entonces es probable que tu sesión de inicio parezca diseñada por Donald Trump.
En definitiva, las redes sociales, con sus sesgados algoritmos ocultos, sus usuarios con información asimétrica y con núcleos de poder contaminando el ecosistema, se han convertido en un vertedero sin parangón. Y aunque cada vez esto es más evidente, seguimos teniendo dirigentes que se dejan arrastrar por estas dinámicas.
Considérese en perspectiva. De acuerdo con la regla del 1%, en Internet sólo el 1% de los usuarios son creadores de contenidos mientras que el 99% son consumidores pasivos. Eso significa que nuestra atención se focaliza en lo que genera un porcentaje ínfimo de personas pertenecientes a una pequeñísima muestra -los usuarios de una red- de la población general. Es decir, cuando nos asomamos a las redes estamos mirando datos que no son representativos en absoluto. Se trata de burbujas, y a veces de puro odio. Y, sin embargo, les concedemos una importancia desmedida.
La pérdida de perspectiva a veces es total. En 2019 yo dirigía Izquierda Unida y defendía la confluencia con Podemos para las elecciones generales. Como era obligado se convocó un referéndum, y la movilización por el NO fue muy intensa; apenas hubo posiciones públicas a favor. La mayoría de los dirigentes del Partido Comunista, por ejemplo, se posicionó públicamente en contra. En mi dirección se hablaba de que la votación estaba perdida sin remedio. Se instaló tal clima que antes de conocer los resultados finales me dirigí al despacho del secretario general del PCE, Enrique Santiago, y le reconocí que yo dimitiría si habíamos perdido el referéndum. También se lo adelanté a Pablo Iglesias. Se votaba además si yo era reelegido candidato, pero eso era irrelevante si la confluencia era derrotada. Yo creía firmemente que en el país necesitaba esa alianza, era mi posición desde 2014 -y lo sigue siendo ahora-, y si la militancia no lo creía así era yo quien debía renunciar. Pero el resultado definitivo fue sorprendente: un apoyo a la confluencia del 61%, y a mi candidatura del 95%. Es verdad que el resultado había sido sustancialmente peor que el de tres años antes, pero aun así estaba lejísimos de lo que se expresaba en redes sociales. Lo primero que pensé fue que ¡ni siquiera la militancia echaba cuenta de lo que decían en redes sociales sus dirigentes!
En definitiva, hace tiempo que considero que la política tiene que frenar para que la reflexión tenga más peso. Si aceptamos la popularizada expresión de Marshall McLuhan, quien afirmó que el medio es el mensaje, convendremos también que estamos reduciendo la política a un peligroso perímetro espacio-tiempo. Es imposible que se abra paso la deliberación republicana en un ecosistema en el que todo va tan deprisa, en el que los dirigentes y tertulianos tienen que saber de todo en el instante y en el que prácticamente todo, dirigentes incluidos, caduca velozmente.
El filósofo Gilles Lipovetsky lo ha llamado hipermodernidad, y me parece una teorización correcta. El problema es que, más allá de las definiciones, este orden de las cosas, y en particular de las redes sociales, está resquebrajando la conversación pública y está haciendo más vulnerables incluso a nuestros propios dirigentes.