Discurseando sobre lo discurseado
Ha pasado ya una semana desde que se han escuchado algunos de los discursos “tradicionales” del año. Y más tiempo aun desde algunos de los más “relevantes”, como los escuchados en las sesiones de investidura –la fallida y la exitosa– en el Congreso de los Diputados. Sobre estos últimos se irá viendo su auténtico alcance en los próximos meses y años, según es de esperar, pues han anunciado, como debía ser, las intenciones de actuación de Gobierno y oposición. Sobre los otros, los de estos últimos días, ya se ha hablado mucho, pero siempre cabe decir algo más, aunque resulte repetido – involuntariamente repetido, pues en modo alguno he leído u oído todo lo dicho–.
Todo comenzó, como de costumbre, con el discurso del Rey el 24 de diciembre, a la hora de siempre, esto es, cuando la gente comienza a reunirse –quienes lo hacen– para cenar. Un discurso que, según las mediciones de rigor, habría arrojado su segundo peor resultado de audiencia de la historia, lo que es muy revelador de su “interés”. He leído este discurso de cabo a rabo, naturalmente, pues está publicado. Y comparto muchas de las opiniones de quienes han discurrido –o discursado, en término contenido en el Diccionario de la RAE– sobre el mismo, sobre lo discurseado –también en el DRAE– por el Rey: mucha Constitución como marco político y poca Constitución como instrumento para el bienestar.
En definitiva, un discurso poco discursado, poco discurrido o reflexionado, pues, en definitiva, lo que contiene es mínima Constitución. Porque lo cierto es que mencionar muchas veces la Constitución no significa que su esencia esté contenida en el discurso. Cierto es que el jefe del Estado se refirió en un párrafo –mejor dicho, tan solo las mencionó– a las dificultades económicas y sociales, el empleo, la sanidad, la calidad de la educación, el precio de los servicios básicos y el acceso a la vivienda de los jóvenes. Y expresamente dijo que esa noche quería centrarse en otras cuestiones “que también tienen mucho que ver con el desarrollo de nuestra vida colectiva”, para referirse también de manera expresa “a la Constitución y a España”. Y el resto ya lo conocen ustedes: la Constitución como el mayor éxito político de la historia reciente, que ha permitido construir y consolidar una democracia plena, un Estado social y democrático de derecho, que ha asegurado la convivencia y permitido superar la división, que permite asegurar nuestra forma de vivir – apelando a derechos constitucionales como la libre expresión, la educación, el empleo, la protección de la enfermedad, el acceso a la vivienda, la ayuda social o el retiro digno–, como garantía de una vida con confianza, estabilidad y certidumbre…
Pero, sobre todo, se centró en la defensa de la propia Constitución y la consideración de que fuera de la Constitución no hay nada –nada bueno, quiero decir–. Y lo mismo sobre España, apelando al gran país que es, a su papel internacional y a la “verdad como Nación”, señalando que “en ese camino estará siempre la Corona”.
Un discurso poco discursado –o “mal” reflexionado, lo que sería peor aun–, como decía, pues, de un lado, ha olvidado profundizar en las necesidades de las personas y optado por hacerlo en la Constitución y en España. Y porque, de otro lado, el jefe del Estado no parece apreciar la necesidad de reflexionar sobre su propio papel y responsabilidad. Y también ha olvidado, más allá de una mera mención formal y superficial, que la Constitución prevé que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. Un Estado que, en primer lugar, es “social”, con todo el significado que ello ha de tener y el compromiso cierto, incansable y eficaz que su consecución exige cada día de todos los poderes públicos, incluida la jefatura del Estado. Pudo el Rey –o quien escribiera este discurso, con el beneplácito del Gobierno, claro está– haber seguido el consejo del empresario y escritor estadounidense Dale Carnegie, que, para construir un discurso creíble aconsejó: “Ponte a ti mismo en tu discurso”. Y, sobre todo, pudo haber mencionado la bicha, lo que no mentó –ni se atrevió– sin tanto circunloquio absurdo y confuso.
Pero es que, además, conviene recordar que ni la democracia ni el Estado de derecho tienen sentido si no es en aras a lograr ese Estado social que garantice el bienestar de todas las personas, su libertad y su igualdad en todos los derechos. Ya lo dijo Nelson Mandela en 1998: “Si no hay comida cuando se tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia es una cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten y tengan Parlamento”.
Y siguiendo con los dichos, Jean Jacques Rousseau reflexionó que “Para hacer escuchar lo que decimos, es necesario ponerse en el lugar de aquellos a quienes uno se dirige”. Que alguien se lo diga al Rey cuanto antes – o al Gobierno que sostiene el discurso–. Aún tiene un año completo para ir aprendiendo a hacerlo, aunque dudo mucho que este tiempo sea suficiente en este caso.
Al día siguiente hubo otro discurso, el del papa Francisco. Un discurso que, por supuesto, despojado ahora de toda apelación religiosa a la Navidad y su significado para las personas creyentes, contuvo llamamientos a detener las guerras y todos los conflictos armados, con mención expresa de muchos de ellos, la mayoría olvidados por los poderes y los medios de comunicación y, sobre todo, insistió en que “para decir ”no“ a la guerra es necesario decir ”no“ a las armas”, se preguntó “¿cómo se puede hablar de paz si la producción, la venta y el comercio de armas aumentan?”, afirmó que “la gente (…) ignora cuántos fondos públicos se destinan a los armamentos” y pidió “que se hable sobre esto, que se escriba sobre esto, para que se conozcan los intereses y los beneficios que mueven los hilos de las guerras”.
Se puede no hacer caso al Papa, desde luego. No tiene, ciertamente, autoridad alguna sobre la mayor parte de la humanidad. Pero sus palabras tienen el valor de la interpelación a todas las instituciones y gobiernos y a toda la ciudadanía, en cuestiones de tanto calado y gravedad. Un discurso útil aunque molesto, sin duda, pues es claro que el compromiso con la paz de quienes gestionan la cosa pública aquí y en cualquier otro lugar es una auténtica broma macabra de un cinismo insoportable y la paz, en consecuencia, resulta una mera quimera.
Han sido dos discursos muy diferentes. En el primero, todo ha sonado a hueco y no ha quedado nada claro a quién se ha dirigido y cómo o por qué el Gobierno lo ha bendecido al tiempo de ser escrito y luego, opinando sobre él tras su lectura pública. En el segundo, está claro que se dirige a los poderes públicos, económicos y empresariales y a la ciudadanía en cuanto legitimada para exigir explicaciones y cambios en las políticas respecto a la fabricación y al comercio de armas. Podríamos también aquí, prescindiendo de toda apelación teológica, desde luego, comprometernos con la paz en dichos términos. Pero, qué quieren que les diga, no veo ni de lejos la posibilidad de una mayoría parlamentaria en tal sentido ni compromiso alguno del Gobierno, salvo apelaciones a la paz y al diálogo que resultan tan hueras como mendaces y estériles en un país que ocupa ya el octavo lugar del mundo en exportación de armas.
No tengo ya nada más que discursar sobre lo discurseado estos días. Pero tocará hacerlo sobre sus consecuencias en el año que comienza y que deseo nos permita seguir pensando y, sobre todo, actuando, pues las palabras sin acción no sirven de nada.
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