Queda mucho camino por recorrer y muchos temas por dialogar, pero los catalanes y las catalanas ya no tienen que soportar el clima irrespirable que lo inundó todo entre 2013 y 2018. De la misma manera, los ciudadanos y ciudadanas que viven en Badajoz, Sevilla, Vigo, Toledo, Valencia, León o Madrid han desterrado de sus inquietudes, casi sin darse cuenta, la situación política catalana. A finales de 2017 el 30% de los españoles citaba a Cataluña como una de sus tres principales preocupaciones. Hoy ese porcentaje se ha desplomado hasta quedarse en un ridículo 0,8%. La situación en Cataluña se ha tranquilizado, se ha normalizado hasta extremos que habría sido difícil de imaginar hace solo cinco años.
En este contexto, al margen del completísimo artículo que publicó el jueves en este diario Neus Tomàs, sorprende que no haya merecido más atención la confesión del líder de Vox acerca de sus planes para Cataluña: “No tengo ninguna duda”, afirmó Santiago Abascal este martes, de que un gobierno del PP y Vox generaría “una vuelta a las tensiones en Cataluña”. Unas tensiones que, según dijo orgullosa y alegremente, serían “peores” que las vividas en los momentos más graves del procés.
El líder del partido ultraderechista defendió la necesidad de que el Estado realice una “intervención sostenida, duradera” en el territorio catalán para, según él, “convencer a la población de Cataluña y mejorar la concordia”. La declaración sonaría a una bravuconada más de la ultraderecha, de no ser porque Abascal puede ser el próximo vicepresidente de un gobierno de coalición con un PP que tampoco se ha caracterizado, precisamente, por tener una actitud conciliadora en este tema. Por eso resulta tan inquietante escuchar de esos labios la idea de una “intervención” estatal en Cataluña destinada a “convencer” a los catalanes.
El candidato de Vox justificó esa promesa de mano dura con una serie de falsedades y medias verdades. Calificó de “golpe de Estado” el referéndum celebrado en octubre de 2017, a pesar de que el mismísimo Tribunal Supremo, nada sospechoso de estar controlado por las izquierdas, sentenció que no había habido ni intento de golpe ni violencia instrumental ni delito de rebelión. Abascal completó su argumentación con otra gran mentira. Según él, esa tensión solo se podría evitar permitiendo la secesión de Cataluña y la ruptura de España, algo que, ¡faltaría más!, Vox permitirá.
El candidato ultra obvia intencionadamente que, en los últimos cinco años, la situación ha ido normalizándose en todo el territorio catalán. La tensión ha desaparecido casi por completo y lo ha hecho sin que se declarara la independencia ni se celebrara referéndum alguno. Ha bastado con que el gobierno progresista respetara al Govern de la Generalitat de Catalunya y le tratara como lo que es: un ejecutivo legítimo, elegido democráticamente por los catalanes, que merece el mismo trato que el que reciben el resto de gobiernos autonómicos.
Fue, precisamente, la inacción de la derecha, su negativa a dialogar y su desprecio hacia Cataluña el que provocó, en gran medida, la tensión que derivó en la celebración del referéndum del 1 de octubre de 2017. Los líderes independentistas se equivocaron gravemente al saltarse la ley en aquellos terribles días, pero ya pagaron un alto precio por ello. El gobierno de Pedro Sánchez y Yolanda Díaz hizo justicia al indultar a esos políticos que llevaban años en prisión y, de paso, acertó estratégicamente al volver a situar el problema en el marco estrictamente político.
En este camino hacia la normalización, y a falta de articular propuestas que puedan atraer al españolito medio, el Partido Popular ha seguido jugando con fuego cada vez que ha hablado de Cataluña. Feijóo ha prometido que él no contribuirá a incrementar la tensión si llega a ser presidente, pero su disposición a formar un gobierno de coalición con Vox y la actitud del PP durante esta legislatura no contribuye, precisamente, a confiar en la palabra del candidato. Pese a su desastrosa gestión cuando estaba en el poder, los populares decidieron mantener la estrategia de agitación desde la oposición. Rechazaron frontalmente que el ejecutivo de coalición dialogara con las autoridades catalanas, volvieron a apostar por el desprecio y trataron por todos los medios, el judicial incluido, de evitar que se materializaran los indultos. Feijóo y Abascal, como antes Pablo Casado, estaban y están convencidos de que criminalizar a Cataluña les da votos en Andalucía, Madrid o Extremadura. No les importa que esa estrategia de confrontación, como se ha demostrado, se convierta en una verdadera fábrica de independentistas.
En este presente esperanzador, escuchar a los políticos de las derechas anunciar que lanzarán gasolina sobre Cataluña es muy preocupante. Lo que para Feijóo no pasaría de ser, según su peculiar lenguaje, un “divorcio duro” con Cataluña, en realidad sería una irresponsabilidad y un crimen político de consecuencias impredecibles.
Este Gobierno ha demostrado con hechos lo que resulta más que obvio: la mejor forma de que los catalanes quieran seguir formando parte de España no es atacarles, criminalizarles y “convencerles” por la fuerza. Como ocurre en cualquier pareja, el único camino para evitar una ruptura es empatizar con la otra persona y hacerle sentirse cómoda y valorada en la relación. La opción de amenazar, maltratar e insultar no funciona en ninguno de los dos casos.
Lo que Feijóo define como un “divorcio duro” no es otra cosa que violencia machista en el caso de una pareja y una irresponsabilidad y un crimen de consecuencias impredecibles en el caso de la política territorial. Agitar rencillas entre regiones y alentar el odio entre los españoles puede dar algunos votos, pero conduce a callejones sin salida como el que se creó en Cataluña en 2017 o, aún peor, el que se abrió paso en los Balcanes durante los años 90. Lo sabemos y, lo que es peor, Feijóo y Abascal también lo saben.