En un libro muy adecuado para estos días después de la tragedia, La doctrina del shock, Naomi Klein explica una de las tesis del economista Milton Friedman y la célebre Escuela de Chicago: esperar a que se produzca una crisis de primer orden o estado de shock, y vender al mejor postor pedazos de la red estatal pública a agentes privados mientras los ciudadanos aún se recuperaban del trauma, y rápidamente lograr que las reformas ultraliberales que se quieren implantar y que no son posibles sin una ciudadanía desgarrada por una crisis repentina y atroz, fueran permanentes. En uno de sus ensayos, Friedman escribe: “Sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”.
La última vez en su vida que Friedman pudo poner en práctica esta idea fue tras el huracán Katrina que destrozó Nueva Orleans y dejó 1.800 muertos en 2005. El economista, ídolo de la derecha liberal, murió un año más tarde, pero le dio tiempo a diseñar el desmantelamiento de la escuela pública en Nueva Orleans y sustituirla por una red de escuelas chárter construidas por el estado pero gestionadas por instituciones privadas. Con mucha mayor agilidad de la que se hizo gala para restaurar la red eléctrica en toda la ciudad, las escuelas chárter se hicieron realidad, miles de maestros de la pública se quedaron en la calle y de 123 escuelas públicas que funcionaban antes del huracán sobrevivieron 3. El libro de Klein es un extenso estudio de la relación entre el shock y el libre mercado y cómo se aprovechan momentos de trauma colectivo para dar el pistoletazo de salida a reformas económicas y sociales de derecha radical.
En estos días estamos en ese momento de trauma colectivo, y empiezan a ser patentes “las ideas que flotan en el ambiente” de las que hablaba Friedman y que nos influyen a todos, también a los periodistas que estamos tratando con esa información tan delicada y sensible. Eslóganes como “solo el pueblo salva al pueblo”, “todos los políticos son iguales” o “la política no sirve de nada” se clavan como arpones en la conciencia colectiva, erosionando el poder y la validez y vigencia de lo público y del servicio público. Parece evidente que se han cometido errores de prevención y gestión y el altísimo número de fallecidos, más de 200, y la previsión de que sean muchos más, dificultan el análisis de una catástrofe que aún no ha concluido. Nos olvidamos de que los cambios que se imponen a través de la conmoción pueden ser irreversibles cuando la normalidad se restaure. Klein advierte de que siempre hay personas, organizaciones y movimientos que “rezan para que se produzcan las crisis igual que los granjeros sedientos rezan para que llueva y los cristianos apocalípticos rezan para que llegue el Rapto que ha de llevarse a los fieles a la derecha de Cristo. Cuando por fin se desata la tragedia, saben inmediatamente que ha llegado su momento”.
“Sus mentes son como tablas rasas sobre las que nosotros podemos escribir”, escribieron los doctores Cyril J.C. Kennedy y David Anchel sobre los beneficios de la terapia de electroshocks. Klein apunta que Friedman creía que la única manera de avanzar en su camino al capitalismo más puro era aprovechando los shocks más dolorosos, y en nombre del pueblo diseñar y llevar a cabo la disminución o desaparición de lo público, de lo que realmente es del pueblo. En ese camino sin retorno estorban los científicos, agotadora e injustamente cuestionados, estorban las limitaciones a las exigencias empresariales, estorba el periodismo que informa y no se refocila en la adjetivación de la tragedia y en el frentismo, estorba la conciencia cívica frente al individualismo y estorba el Estado ya tachado sin remedio de opresor e inútil. Tardamos en comprender que, mientras lloramos, mientras nos estremecemos, ya hay alguien cavilando sobre cómo alimentarse de las ruinas, cómo sacar partido de las buenas intenciones y de millones de sensaciones de inseguridad y dolor, cómo desguazar lo que nos mantiene a flote. La esperanza está en las personas arraigadas en las comunidades en las que viven, que defienden y mejoran lo público, que aprenden juntas de los errores, que practican la política de resistencia democrática, y rechazan la antipolítica. Que están preparadas para cuando llegue la próxima tragedia.