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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Más que dudas

Van treinta años escribiendo en prensa sobre sociedad y política y casi cuatro, semana tras semana, en este diario y confieso que, por primera vez, me encuentro confuso y dudando de mi juicio para poder ofrecer una opinión a los demás. Siento que mis referencias ideológicas y culturales no sirven. Se ha asentado completamente una nueva cultura social modelada por los medios de comunicación de masas y una generación nueva que acepta y se mueve con naturalidad en este nuevo tiempo protagoniza la vida social. Es lo natural, pero algo fundamental de este nuevo tiempo me disgusta.

La derecha española está unida por una fe nacionalista y reaccionaria, un españolismo tan exaltado como acomplejado e ignorante. Ese carburante ideológico le permite a la derecha seguir movilizada y apoyando a “su” partido haga lo que haga, aunque sus dirigentes nos metan en guerras, roben y cobren sobres con dinero procedente del delito les da igual, y aunque desprecien a su candidato lo votan. Me parece un indudable logro político de Aznar, pero un logro miserable que corrompe todo lo que haya de decente en una sociedad. Más que la ideología explicita de esa derecha, desprecio el fanatismo que cultivan en sus seguidores que degrada una a una a esas personas. Es una ideología corruptora e inmoral.

En cuanto a la izquierda con un modelo de sociedad distinto desapareció hace décadas con el fracaso de la URSS que, gustase o no, era un modelo alternativo. Por otro lado, la socialdemocracia con sus reformas sociales nacidas de la lucha sindical es parte del pasado europeo. En su conjunto la izquierda europea, aún siendo movimientos de masas con un espíritu milenarista, apelaron y nacieron del espíritu crítico del individuo, percibo que eso está desapareciendo completamente de la vida pública española.

El PCE es un resto de otra época, incapaz de crear política, y el PSOE llegó al final de una época histórica, se acabó el tiempo de repartir lo que le sobraba al gran capital, toca recortar cobertura social y democrática del estado. La izquierda tradicional se quedó vacía y sin nada que decirle a la sociedad, fracasó totalmente, y en eso llegó “Podemos”.

Generaciones enteras se vieron abandonadas en la crisis por las políticas de ajuste, los sectores más informados y concienciados de esas generaciones, fundamentalmente universitarios, demandaron representación y otra política. El 15M fue el modo de exigir solución a sus graves problemas, tan graves que amenazan su misma existencia.

“Podemos” fue el ofrecimiento que hicieron a esas generaciones un grupo de politólogos de la Universidad Complutense madrileña, ese equipo consiguió un éxito total en instituirse como la expresión del descontento con la política y en ser altavoz de las demandas sociales.

Desde el principio “Podemos” encontró resistencias y críticas pero, precisamente, esas resistencias alimentaron al pequeño grupo: probaban que estaban defendiendo “ lo nuevo” y por eso recibían críticas de “lo viejo”. Era indiferente que las críticas fuesen justas o injustas, acertadas o no, cuantas más recibían, mejor. Desde un principio se alimentaron de esas resistencias, cuanto más los criticaban desde los partidos tradicionales más se fortalecían y más se legitimaban. Aún más, las necesitaban para avanzar, del mismo modo que el salmón necesita la corriente contraria para ascender. Finalmente, fueron sus rivales quienes los señalaron para ocupar ese espacio vacío.

Su modo de entender la lucha por alcanzar el poder, que es intangible, no nace como la izquierda tradicional de apoyarse en las organizaciones de base sino del mundo virtual, del puro lenguaje. El 15M hizo visible un público que podía ser visto como un mercado político, pero los partidos tradicionales no podían llegar a ese público. El grupo de la Complutense supo verlo y ofrecerse como su representación y la expresión de ese descontento. Con recursos de análisis social y estrategias de comunicación asaltaron la escena de la política existente, que no esperaba una irrupción de intrusos y consiguieron “colarse”, primero, y conquistar su territorio después. Como dijo Errejón tras un debate reciente para explicar la actitud inesperadamente moderada representada en esa ocasión por Iglesias, “ahora ya no es el momento de colarse en la campaña, ahora es el momento de la seducción”. Supieron realizar la tarea de un partido, conquistar poder. Otra cosa es el proyecto político e, incluso, qué tipo de poder.

Cuando los diputados de Podemos escenificaron su entrada colorista en el congreso y Pablo Iglesias dio un beso y una palmadita en el culo a un compañero de partido delante de los escaños del Gobierno y las cámaras le oí a una persona de mi edad decir que le parecía muy bien, le gustaba aquella escena, comprendí que algo importante se me estaba escapando. A mí me había parecido ridículo, cursi e infantil y, tratándose de personas adultas y además políticos con responsabilidades, políticamente obsceno. Comprendí que una nueva cultura social se extendía más allá de los seguidores jóvenes de Iglesias, que alcanzaba a personas de otras generaciones.

Cuando el grupo fundador de Podemos se presentó en Madrid descendiendo por unas escaleras vestidos de blanco, un bebé en brazos, las cámaras recogían la escena desde abajo y los seguidores aplaudiendo la aparición, sentí un escalofrío. Aquella cuidadosa puesta en escena no era propia de un partido con cultura crítica sino, todo lo contrario, de un grupo con cultura de seducción. Y así el personaje de Pablo Iglesias fue cuidadosamente construido como una estrella pop que busca establecer una relación de fascinación con sus seguidores, consiguiendo transformarlos en “fans”. En otra ocasión vi imágenes de un mitin en que, tras una afirmación rotunda, se detenía para beber pausadamente un vaso de agua y los asistentes al mitin... aplaudían.

Las relaciones basadas en la seducción son autoritarias, se basan en explotar nuestras debilidades personales. El seductor, un narcisista que se alimenta de nuestra entrega, nos fascina con una imagen que nos atrae y ciega el juicio crítico. Sólo así, debido a la fascinación acrítica, se puede comprender que muchas personas acepten el juego mareante de visto y no visto, defender una cosa y luego la contraria, ahora definirse así y mañana asá. O aceptar que se relegasen avances sociales como las listas paritarias y nadie dijese nada. O predicar democracia y transparencia y funcionar jerárquicamente imponiendo desde arriba. Como si una parte explícita del trato entre esos dirigentes y sus seguidores fuese dejar de lado cualquier crítica u objeción para conseguir un objetivo, alcanzar el poder. Si uno acepta cualquier cosa, ¿en qué se diferencia del cerrilismo en el que el PP educando a sus seguidores? ¿Y qué tipo de poder se alcanza así?

Mejor no invocar el concepto de hegemonía de Antonio Gramsci si se pretende realizar lo contrario. Una cosa es conseguir el apoyo social a una nueva cultura política y de ese modo alcanzar poder y otra, utilizar la cultura social acrítica ya existente para gobernar. Gramsci representa lo contrario de “todo vale y pa dentro”.

La literatura puede jugar con las palabras pero en la política hay que desconfiar de los engaños con el lenguaje. ¿Cuánto vale la palabra de quien dice ahora una cosa y la semana próxima otra distinta? El valor de la palabra de una persona no es algo pasado de moda y que no importe porque supone despreciar la ética y entregarse a la cultura del cinismo.

El lenguaje de Rajoy es corrosivo socialmente precisamente porque devalúa hasta la nada el valor de las palabras, sus palabras son tan falsas que no valen nada y aceptarlas es perder uno todo el valor. La utilización de la palabra en política es lo que distingue la política democrática de la autoritaria, la palabra que se dirige a nosotros para razonar un argumento nos respeta, la palabra que miente nos insulta y la que pretende hipnotizarnos nos trata como plebe. El componente crítico que aportó siempre la izquierda es esencial para una sociedad decente, no puede ser sustituido por un discurso político que implica la sumisión a las directrices de un líder carismático, telegénico o de un grupo.

Es un momento confuso y contradictorio, si uno no tiene una identificación plena con una opción es lógico políticamente dar el voto a una que considera la más útil. Si votase en Madrid, pongo por caso, posiblemente diese mi voto a la candidatura Unidos Podemos, su programa recoge reclamaciones sociales justas, pero otra cosa es comulgar con esa cultura política y lamentar que se extienda y se asiente. Que exista y gobierne el PP, un partido que debiera haber sido declarado ilegal por delitos varios, y que sus políticas sean odiosas no justifica automáticamente a los que se opongan a él. Cada proyecto político debe justificarse por sí mismo no por la existencia de los adversarios.

Entiendo la lógica política de los países sudamericanos y comprendo históricamente la existencia del peronismo en Argentina pero no lo deseo donde yo viva. Mucho menos deseo que un partido anime y utilice “barras bravas” digitales para atacar con el insulto o el desprestigio personal a quien piensa distinto.

Veo la desaparición de argumentos democráticos sólidos y el avance de posiciones que me crean gran desconfianza y comprendo que estamos en un cambio profundo. No tengo soluciones y más que dudas, confusión. Debo confesarlo y espero que esta confusión despierte otras dudas y preguntas en quien lea esto, escribir opinión es para eso.