¡Es la economía, socialdemócratas!
Últimamente oigo hablar mucho de que no estamos ya en la tradicional confrontación entre derecha e izquierda, sino en una guerra abierta entre democracia y populismo. Este es el terreno en que se estaría dirimiendo hoy el futuro de la humanidad. “La tarea prioritaria de los demócratas es unirnos frente al populismo, venga de donde venga, porque su objetivo es dinamitar nuestro sistema de valores construido sobre los principios de la Ilustración”, proclaman ciertos progresistas del establishment, muchos de ellos con la excitación de haber encontrado un sentido revolucionario a sus acomodadas existencias.
Está muy bien defender los valores democráticos y criticar los populismos, sobre todo en un momento en que, en efecto, los primeros se están viendo amenazados por el ascenso inquietante de los segundos. En Europa, esa amenaza está proviniendo de la extrema derecha: ya hay gobiernos ‘iliberales’ en Hungría y Polonia, Vox crece a pasos agigantados en España, Francia acaba de vivir la experiencia perturbadora de unas elecciones que pudieron llevar a la presidencia a la candidata ultra… Cualquiera que se tenga por demócrata debería estar preocupado por esta marea de inspiración fascista que puja por expandirse en el continente. Sin embargo, en contra de lo que algunos pretenden, ese no es el problema de fondo, sino más bien la consecuencia del problema verdadero: eso que el hoy controvertido Carlos Marx, en uno de sus célebres hallazgos, denominó “la infraestructura”. O, para simplificarlo: la economía. Hablar de cosas desagradables como la creciente injusticia social y los desequilibrios insultantes en el reparto de la riqueza no queda tan bien en determinados ámbitos; es mejor plantear el debate en términos de valores democráticos, que es -espero se comprenda lo que intento decir- mucho más cómodo.
Los populismos no surgen por generación espontánea. Para crecer necesitan un hábitat propicio, y la historia nos ha enseñado con creces que ese hábitat se robustece en los momentos de dificultades económicas, cuando una capa amplia de la población se siente empobrecida, frustrada y abandonada a su suerte por el sistema. En una sociedad próspera, donde el conjunto de los ciudadanos se siente partícipe de la riqueza, es muy difícil -aunque no imposible- que adquiera fuerza un movimiento populista. Los populismos, como aves carroñeras, saben distinguir muy bien dónde hay un caldo de cultivo para lanzar el anzuelo. En la España optimista de los años 90 era impensable que encontraran hueco; de hecho, todos los intentos del fascista Blas Piñar por jugar un papel en la política nacional terminaron en la irrelevancia. En la España pesimista del siglo XXI, golpeada sucesivamente por la crisis económica, la pandemia y la guerra en Ucrania, ahí tenemos al envalentonado Vox tirando redes de pesca.
Una de las razones de que hayamos llegado a este punto tiene mucho que ver con la socialdemocracia europea, que en las últimas cuatro décadas acabó sometiéndose a los dictados del neoliberalismo y comprando sin el menor cuestionamiento el discurso de una modalidad de globalización que resultó beneficiosa para los grandes capitales, pero catastrófica para buena parte de la población mundial. La exprimera ministra británica Margaret Thatcher, que con el presidente estadounidense Ronald Reagan promovió desde comienzos de los años 80 el capitalismo feroz que los ‘Chicago boys’ habían ensayado ya en Chile tras el golpe de Pinochet, describió descarnadamente esa rendición socialdemócrata cuando, en un evento en 2002, a la pregunta de cuál había sido el mayor logro en su carrera política, respondió: “Tony Blair [su sucesor en el cargo] y el nuevo laborismo. Obligamos a nuestros oponentes a cambiar su forma de pensar”. La denominada Tercera Vía de Blair tuvo su correspondencia con la ‘Neue Mitte’ (el Nuevo Centro) de Gerard Schröder: una y otra contribuyeron a descafeinar el progresismo europeo.
Entregada por completo a las reglas del juego neoliberales, la socialdemocracia se refugió en el terreno de los derechos civiles (feminismo, matrimonio homosexual, eutanasia, discurso ante la inmigración) para diferenciarse de la derecha. Sin poner en cuestión que el tema de derechos y libertades sea de capital importancia, sirvió en cierta forma de coartada para rehuir el debate sobre la economía, que era el gran escenario en el que se batían la izquierda y la derecha antes de los años 80. El hecho es que el neoliberalismo y la globalización, tal como los hemos conocido hasta ahora, han entrado en zozobra (lo dice incluso la biblia del liberalismo The Economist), y la socialdemocracia se muestra incapaz de tomar acciones estructurales, en el sentido marxista del término, ante lo que parece ser un cambio de época. Como señalaba atinadamente Pere Rusiñol en este mismo diario, ya no basta con llamar ‘fachas’ a Vox: si la socialdemocracia –la española y la europea- no vuelve a hacer de la economía uno de sus sellos de identidad, seguirá sufriendo una desbandada de votantes. El rechazo del PSOE –junto al PP y Vox- a la creación de un impuesto a las grandes fortunas no ha sido en ese aspecto una señal alentadora, máxime si se tiene en cuenta el aumento obsceno de la riqueza de una minoría mientras crece el número de españoles con dificultades para llegar a fin de mes.
Este año se cumplen tres décadas de la campaña electoral estadounidense en que Bill Clinton acuñó la célebre expresión “¡Es la economía, estúpido!”, que sin duda ayudó a que el demócrata llegase a la Casa Blanca. Pero ese súbito redescubrimiento de la economía no tenía por objetivo un cambio estructural, sino más bien remar con mayor fuerza a favor de la corriente en un contexto de euforia neoliberal. A él le fueron bien las cosas, pero siete años después de su mandato estalló la gran crisis, con terribles consecuencias para EEUU y el mundo.
Hablar de valores democráticos y de populismo es, sin duda, importante. Pero, en el fondo, es la economía, estúpido.
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