Todo apunta a que el PP tiene en mente pasarnos otra vez el rodillo de la mayoría absoluta, en esta ocasión con el loable objetivo de regenerar nuestra maltrecha democracia y refundar nuestras instituciones municipales. La elección directa de alcaldes pretende imponerse ahora sin consensos y frente a todos, a fin de evitar pactos y coaliciones que pudieran poner en peligro las cuotas de poder que el PP tiene ya bien amarradas en el ámbito local. Supongo que es el horror a los acuerdos postelectorales el mismo que alimenta el intento de reforma en solitario de la ley electoral, a sabiendas, eso sí, de que esto supone cambiar las reglas del juego de manera acelerada e improvisada, y de que, por lógica, sólo desde una visión torticera de la democracia podría considerarse una reforma procedimentalmente democrática.
En principio, otorgar a la lista más votada el control del Ayuntamiento, sustituyendo el 40% y los cinco puntos de ventaja, por una mayoría absoluta, parece favorecer eso que llaman la “gobernabilidad”. Este concepto en filosofía política es todo menos claro, y se ha utilizado en no pocas ocasiones, desde las filas más conservadoras, como sinónimo de estabilidad, eficacia y eficiencia. Sin embargo, gobernabilidad no es gobernanza, y un gobierno más gobernable no es necesariamente un gobierno ni más ni mejor gobernado, ni es más representativo, ni es más democrático, sobre todo, si está llamado a frenar, como es el caso, la pluralidad y la fragmentación política que enriquece el ejercicio de la ciudadanía en el ámbito local. De hecho, la gobernabilidad puede conseguirse con fórmulas autoritarias en las que la operatividad prevalezca sobre la representación, y esto, que puede gustar a muchos, no tiene nada que ver con el sistema democrático, ni con la pretendida identificación entre los ciudadanos y sus representantes.
Si esta idea de la gobernabilidad se combina, como sucede en España, con los intentos de reducir el número de concejales, con las reformas que Dolores De Cospedal ha impuesto, también con su particular rodillo, en Castilla La Mancha (y que Núñez Feijóo ve con buenos ojos para Galicia), y, sobre todo, con la reforma del régimen local que entró en vigor en enero, lo que tenemos no es un conato de regeneración democrática, sino un tijeretazo burdo y a las bravas de nuestros derechos políticos más básicos. No olvidemos que la aplicación de la reforma del régimen local (Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local) ha sido eludida por ocho Comunidades Autónomas, que han buscado diferentes fórmulas para blindar sus competencias; que ha sido objeto de diez recursos de inconstitucionalidad (nueve admitidos a trámite); y que se ha saldado con el absoluto rechazo de más de 3000 municipios (unos 17 millones de ciudadanos). La cuestión es que, a resultas de la citada reforma y de la que ahora se nos viene, ha de gobernar la lista más votada en un Ayuntamiento prácticamente inútil, al que se ha vaciado de sus más importantes competencias (sanidad, educación y servicios sociales, entre otras que tenía atribuidas, desde oficinas de consumo a casas de acogida de mujeres, albergues, guarderías, centros de mayores, oficinas de turismo o consultorios médicos). Vaya, que la sede administrativa más “democratizada” será, a la vez, la menos relevante, la más laminada, y la más desmantelada, con menos competencias, menos financiación, y menos plantilla. Ciertamente, se ve que las intenciones de (d)egeneración de los entes locales son sinceras. Si ya resulta más que dudoso que pueda optarse por la gobernabilidad frente a la democracia, en condiciones generales, cuando no hay servicios o intereses importantes que gestionar, esta opción puede resultar dantesca.
Finalmente, optar por una elección directa para las alcaldías supone, en principio, pasar de un modelo proporcional a uno más presidencialista, con “bonus de mayoría”, y esto exige cambios muy sustanciales y matizados en el gobierno local que no sabemos si se van a producir o no, pero que exigirían, sin ninguna duda, los amplios consensos políticos y sociales que ahora se desprecian. Desde luego, hay muchas cuestiones jurídicas pendientes de resolver, pero lo que está claro es que la reforma de la LOREG no puede limitarse al sistema electoral sino que ha de ir unida a una reforma general de las instituciones municipales de modo que, entre otras cosas, se distinga, por un lado, la función de gobierno y de gestión, y, por otro, la función de impulso político y de control, que ha de recaer siempre sobre el Pleno. Y es que sólo de este modo pueden evitarse caudillajes y fórmulas de gobierno caciquiles que, evidentemente, son menos democráticas que las actuales.
En fin, que nuestras instituciones necesitan un cambio, y no sólo las representativas, ni en el ámbito local, es a estas alturas más que evidente, pero no parece que la elección directa de los alcaldes, sea ahora necesaria, ni obedezca tampoco a un clamor popular, máxime cuando en el 90% de los Ayuntamientos gobierna ya la lista más votada. Y si, además, tan relevante como es, se plantea sin reposo, ni consenso, y a pocos meses de una cita electoral, resulta groseramente inoportuna y oportunista. Un oportunismo del que, por cierto, el PP acusó al PSOE cuando en 1998 planteó una Propuesta No de Ley en el Congreso de los Diputados apostando por una elección a dos vueltas, a un año de las elecciones municipales de 1999, y cuando gobernaba con holgura en Andalucía. Circunstancias similares a las que ahora disfruta el PP, sólo que aquello fue una propuesta, que después pasó a engrosar un par de programas electorales y el Libro Blanco para la Reforma del Gobierno Local, y lo que ahora tenemos es mucho más que un desideratum. Lo que resulta extraño es que en ninguno de estos arrebatos de fervor democrático se hayan llegado a proponer listas desbloqueadas o candidaturas personalizadas, que es algo que hubiera garantizado tanto la gobernabilidad como la democracia y que hubiera facilitado la genuina identificación de los ciudadanos con sus representantes. Pero, claro, ya se ve que estos estados febriles de entusiasmo democratizador son siempre relativos y “contextualizados”.