Desde que Milton Friedman sentenciara en 1970 que la única misión de la empresa es, dentro de la ley y la regulación (cuanto menos mejor), el beneficio, la filosofía empresarial predominante se había olvidado de que hay otros propósitos no incompatibles con este, incluso dependientes de este, que van mucho más de eso que en tiempos más recientes se vino en llamar la Responsabilidad Social Corporativa (la RSC). Están surgiendo voces muy autorizadas reclamando un giro. Una ha sido Colin Mayer, de la Escuela de Negocios Said de la Universidad de Oxford, con su influyente libro Prosperity, que ha recibido un apoyo abierto desde las páginas de ese templo del capitalismo que es el Financial Times. Sin empresas (“una de las más notables innovaciones humanas”, según Martin Wolf), este actual mundo no funcionaria. La filosofía empresarial predominante ha de rectificar ese rumbo friedmaniano, por razones humanas, sociales, económicas e incluso empresariales y de supervivencia. Es una reflexión en marcha, pero sin garantías de resultados, tras la sacudida de la crisis que empezó en 2008 y sus devastadoras consecuencias sociales.
Para Friedman, que una empresa buscara otra cosa que el beneficio, era “socialismo puro y no adulterado”, y es lo que ha definido el capitalismo, especialmente el anglosajón, desde entones y sobre todo desde las desregulaciones de los años 80 del siglo pasado. Pero la friedmanía ha llegado a su extremo, a su paroxismo, no con la búsqueda del beneficio, sino con su maximización a toda costa, en provecho de los accionistas (muchos son fondos de inversión, incluidos de pensiones), y de las pagas para los gestores y consejos de administración. En el camino, se olvidaron otros propósitos (purpose en inglés) o finalidades. La empresa ha de velar por el provecho de sus accionistas, sí, pero también por los que comparten su quehacer y sus intereses, los stakeholders, desde los empleados a los consumidores de sus productos o servicios, las sociedades, el país y el mundo: los stakeholders frente a los shareholders (accionistas). La RSC está ya dando paso a una responsabilidad mucho más amplia: social, medioambiental, y de gobernanza. Se acerca más a un concepto tan específicamente japonés como el de sampo-yoshi que implica que la empresa debe satisfacer y beneficiar a tres, al menos: al productor y vendedor, al comprador y a la sociedad en su conjunto.
Es un tema que ha estado muy presente la semana pasada en el Foro Económico Mundial en Davos, donde incluso se habló de cómo la Cuarta Revolución Industrial debe llevar a una Cuarta Revolución Social (que puede desbloquear 3,7 billones de dólares de valor económico hasta 2025). Larry Fink, presidente de la gran inversora Blackrock (6,3 billones de dólares de activos), ya lo advirtió en su carta a sus accionistas y CEOs de las empresas en las que invierte, el año pasado, cuando abogó por una misión social de estas empresas que han de dedicar más atención a sus empleados y a la innovación. De nuevo en su misiva a principios de 2019, ha señalado que “el propósito unifica a los gestores, empleados y comunidades. Impulsa el comportamiento ético y crea un control esencial de las acciones que van en contra de los mejores intereses de los stakeholders. El propósito guía la cultura, proporciona un marco para la toma de decisiones coherentes y, en última instancia, ayuda a mantener los rendimientos financieros a largo plazo para los accionistas de la empresa”.
El beneficio es una pre-condición para algunos propósitos -por ejemplo para la independencia de un medio de comunicación, como este. Necesario, pero en ningún modo suficiente, sobre todo cuando hay una obsesión por su maximización a costa de otros elementos. “Hemos perdido la confianza en las corporaciones para cuidar de nuestros intereses”, estima Mayer, para el cual restablecerla “es uno de los temas más importante de nuestro tiempo”, pues “estamos en la frontera entre la creación y el cataclismo”. El subtitulo de su libro es “mejores negocios hacen mayor bien”. Mayer insiste en la idea de “propósitos”, y pide que las empresas los declaren públicamente. Aunque, claro, si el beneficio es cuantificable, los buenos propósitos, mucho menos. Y ¿qué decir de los malos, pues también se dan?
La izquierda debería tener una idea, una teoría de la empresa, más desarrollada. Y las empresas mirar a lo público con menos recelo, pues se aprovechan de ello. Dani Rodrik señala que “las empresas grandes y productivas tienen un papel crítico que desempeñar”, pero deben reconocer que su éxito depende de los bienes públicos que sus gobiernos nacionales y subnacionales suministran- todo, desde la ley y el orden y las normas de propiedad intelectual hasta la infraestructura y la inversión pública en habilidades e investigación y desarrollo. A cambio, deben invertir en sus comunidades locales, proveedores y mano de obra, no como responsabilidad social corporativa, sino como actividad principal. Claro que cada vez más bienes públicos (globales o no) se generan desde empresas privadas.
La empresa está en el centro y lo estará aún más, pues la cooperación público-privada va a ser aún más necesaria. Especialmente si como calcula el Banco Interamericano de Desarrollo a partir de los 30 años, un 80% de lo que se aprende, se aprende en el trabajo y se cumple el vaticinio del Foro Económico Mundial de que para 2022, todos deberemos dedicar a estudiar y a aprender cosas nuevas 101 días al año. Si a ello sumamos que la automatización y la Inteligencia Artificial -y por tanto el capital- están ya pesando más, el papel de las empresas y del capital se va a incrementar en la gestión de las transiciones en las que estamos inmersos. Aunque lo público seguirá pesando.
Todo lleva a repensar la empresa tras estos 50 años de prevalencia del pensamiento de Friedman, en unas condiciones y ante unos retos muy diferentes. Equivale a rediseñar el o los capitalismos. Como decíamos al principio, nada garantiza esta transformación. Pero el debate puede resultar creativo y positivo.