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“No entiendo a qué esperamos para apostar decididamente por las centrales nucleares”

La frase, muy habitual en las tertulias de café, demuestra un preocupante desconocimiento de la realidad y resulta de máxima actualidad por noticias que, sorprendentemente, pasan bastante inadvertidas.

En primer lugar, debe quedar claro de una vez que la energía nuclear no es barata. El último ejemplo lo tenemos en las abusivas condiciones que el Reino Unido ha tenido que aceptar para que, en un entorno de supuesto libre mercado, una compañía pública francesa financiada con fondos chinos aceptara construir una nueva central. La operación, aprobada recientemente por la Comisión Europea, supone garantizar –lee bien, garantizar en un mercado en competencia– durante un periodo de 30 años un precio por la energía eléctrica producida que prácticamente duplica el que actualmente necesitan para ser rentables sin necesidad de ningún tipo de apoyo las tecnologías eólica y solar fotovoltaica, por poner un ejemplo. Es más, el acuerdo garantiza una rentabilidad mínima del accionista del 11,4%, incluye el aval del Estado como garantía del crédito necesario para la construcción de la instalación y una indemnización para el caso en que se decida una clausura de la instalación anticipada por razones “políticas” no tasadas previamente. Ninguna instalación renovable soñaría con condiciones siquiera comparables a éstas.

Infortunadamente no se trata ni de un problema exclusivamente británico ni tampoco relacionado solamente con las nuevas centrales. Cito textualmente las palabras de Juan Manuel Eguiagaray, ministro de industria y energía entre los años 1993 y 1996: “es conocido que en pleno proceso de transición a la democracia el sector público hubo de rescatar financieramente a las empresas eléctricas del país, que se habían embarcado en un proceso de inversión faraónico, derivado de una planificación delirante, en absoluta contradicción con las necesidades constadas de la demanda eléctrica en España. La preferencia por la energía nuclear contenida en aquellos planes puso en marcha la construcción de más grupos nucleares de los razonablemente necesarios, lo que llevó, por razones mucho más financieras que de cualquier otro tipo, a la llamada moratoria nuclear a partir de 1982. Los costes de la paralización de proyectos de construcción en curso, así como el saneamiento financiero de las empresas, recayeron sobre los consumidores durante largos años, mediante recargos pagados en el recibo de la luz”.

Descartado el argumento del precio, es necesario destacar que el riesgo de accidente nuclear está socializado en su mayor parte. En efecto, la responsabilidad civil que asumen los titulares de las centrales en caso de accidente está limitada a 700 millones de euros. Es cierto que, una vez entren en vigor los denominados Convenios de París y de Bruselas, la anterior suma se ampliará a 1.200 millones de euros; pero no lo es menos que se estima que el coste del accidente de Fukushima superará los 100.000 millones. ¿Admitiríamos que el seguro obligatorio de los coches estuviera limitado, pongamos, a 100 euros de responsabilidad civil?

La cuestión del accidente vuelve a estar de actualidad porque la autoridad nuclear belga acaba de anunciar que se han detectado miles de grietas en dos reactores nucleares y reconoce que se desconoce su origen, que podría no estar vinculado a un defecto de fabricación, como se creía inicialmente. Por esta razón su director ha admitido que podría tratarse de un problema global para la industria nuclear en su conjunto, recomendando la inspección de todas las centrales nucleares. En España hay siete reactores en operación y uno más –Garoña– parado por el momento. No he leído nada de que se plantee una revisión de este aspecto.

Por último; pero no menos importante, tenemos la gestión de residuos radiactivos. En los últimos días hemos conocido un informe del Tribunal de Cuentas sobre los estados financieros de la entidad pública ENRESA que tiene asignada por la ley la responsabilidad exclusiva de gestión de estos residuos bajo la consideración de “servicio público estatal” y que concluye que, con el sistema de financiación actual, “quedarían sin cubrir el 28% de las necesidades de financiación estimadas por ENRESA para hacer frente al flujo de costes previstos en el periodo 2010-2085 por la gestión de los residuos radiactivos y el combustible nuclear gastado”. La conclusión es demoledora: en contradicción con los requerimientos de la normativa comunitaria y nacional de protección del medioambiente, la regulación española no garantiza “que no se trasladen a generaciones futuras parte de los costes derivados de la clausura y desmantelamiento de las instalaciones nucleoeléctricas”.

Lo peor no es que nuestros hijos vayan a pagar costes de la energía que estamos utilizando nosotros. Lo peor es que el plan de ENRESA solo abarca hasta 2085, cuando los residuos de alta actividad seguirán siendo peligrosos durante al menos 10.000 años más. No serán nuestros hijos sino centenares de generaciones posteriores. Es descorazonador comprobar que el plan de ENRESA no solo depende de que el controvertido almacén temporal centralizado (ATC) de Cuenca esté operativo en 2016, sino también de que se construya un almacén “definitivo” (AGP) a partir de 2050 que en 2085 solo requiera de “vigilancia institucional” cuando la experiencia internacional en este tipo de instalaciones es prácticamente inexistente.

Solo pido que quien defienda las nucleares en el próximo café aporte un solo dato que lo soporte.