El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan (Estambul, 1954), es un émulo del ruso Vladimir Putin: utiliza las instituciones democráticas más o menos vaciadas de contenido para llevar a cabo un gobierno autoritario sin concesiones a la disidencia. Así gobierna desde que se encaramó a la presidencia en 2014. Ahora, será peor.
Es un tipo frío, manipulador e implacable que ha ido perdiendo el halo con el que llegó a poder en 2003 (como primer ministro): el rostro de un islam amable y moderado capaz de integrarse en la Unión Europea, un puente entre la radicalidad de Al Qaeda y la democracia occidental. Ese fue el personaje que compró José Luis Rodríguez Zapatero en 2007 para la Alianza de las Civilizaciones, que hoy parece una antigualla en una región arrasada por la guerra y la violencia desencadenada por la estúpida invasión de Irak de marzo de 2003 y los aún más estúpidos primeros meses de postguerra, cuando EEUU disolvió las Fuerzas Armadas de Irak creando todo tipo de insurgencias, incluido el germen de lo que hoy es el Estado Islámico.
Erdogan reactivó el conflicto kurdo con la excusa de la guerra de Siria, después de que la guerrilla del PKK se asentara en un alto el fuego que parecía la antesala de un acuerdo de paz capaz de poner fin a un conflicto de décadas que ha causado miles de muertos. Los kurdos turcos representan algo más del 15% de la población. No es una realidad que se pueda ignorar. Para el émulo de Putin sus kurdos son Chechenia: un pin pan pun que se puede activar cuando la base de poder se tambalea.
Antes de seguir hay que aclarar que existen dos tipos de kurdos: los buenos, los de Irak que luchaban contra Sadam Husein y hoy controlan pozos petroleros cuyo maná nos llega a través de las compañías occidentales, y los kurdos malos, los de Turquía, a los que Ankara y EEUU consideran terroristas pese a que sus métodos de lucha no se diferenciaran tanto de los métodos de los kurdos buenos. Luego están los kurdos sin calificar; no sabemos si favorecen o perjudican nuestros intereses. Son los kurdos sirios, la única fuerza armada fiable de las que luchan contra el Estado Islámico en Siria si Occidente tuviera ojos y cabeza. Y están los kurdos de Irán.
El PKK volvió a ser el malo de la película cuando el izquierdista y prokurdo Partido Democrático de los Pueblos (HDP: Halkların Demokratik Partisi), obtuvo un excelente resultado en las elecciones de junio de 2015: un 12,5% de los votos y 78 escaños. El HDP arrasó en las provincias kurdas: Diyarbakir (78%); Hakkari (86%); Sirnak (88%).
En aquellas elecciones, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Erdogan no obtuvo su esperada cuarta mayoría absoluta ni los dos tercios que anhelaba para reformar la Constitución y diseñar un sistema a su medida. Hubo bloqueo, pasaron los plazos, no se pudo constituir gobierno y se repitieron las elecciones.
En el segundo intento en noviembre de 2015, con la guerra contra el PKK convenientemente activada y unida a la criminalización del HDP desde los muchos medios oficiales, el AKP de Erdogan alcanzó su mayoría absoluta. El líder del HDP, Selahattin Demirtas, resumió bien lo que el presidente Erdogan busca: una dictadura constitucional. Lo que le negaron las urnas, se lo ha servido en bandeja de plata el fracasado del golpe. El mismo Erdogan lo dijo en Estambul: “Un regalo de dios”.
Turquía es miembro de la OTAN, pero en el caso de la guerra de Siria tiene agenda propia. Más allá de la compra del petróleo contrabandeado por el Estado Islámico, la vista gorda en su frontera con Siria por la que entran armas, dinero, pertrechos y combatientes extranjeros, Erdogan quiere marcar territorio, erigirse en potencia regional frente al Irán chií y sus sucursales en Bagdad, Damasco y el sur de Líbano (Hezbolá). No hay que olvidar que debajo de la piel de la Turquía actual fluyen siglos de civilización e imperio que los convierte orgullosos de su pasado.
Sus supuestas intervenciones militares en Siria contra el Estado Islámico han estado enfocadas en atacar posiciones de la guerrilla kurda de aquel país (YPG: Unidad de Protección del Pueblo), por miedo a que sus éxitos en una Siria en descomposición puedan dar vida al sueño de un Kurdistán independiente, incrustado en todos los kurdos desde el hundimiento del imperio otomano y la traición británica, que incumplió su promesa de ayudarles a tener un Estado.
Todo esto es esencial para entender el golpe de Estado del viernes, quizá el último coletazo de las Fuerzas Armadas creadas por Mustafá Kemal Atatürk, padre de la Turquía moderna, que las modeló como garante del Estado laico. El fracaso de la intentona deja expedito el camino para que Erdogan realice una profunda purga en el Ejército, que de alguna manera estaba en marcha desde hace años.
Que se extienda a miles de jueces y fiscales indica cuáles son los fines del presidente: acabar con toda resistencia a sus planes de refundar la república, sea militar, judicial o legislativa. Ya ha dictado orden de perseguir a los partidarios del religioso exiliado en EEUU, y antiguo mentor, Fetullah Gülem, una venerable figura convertida en el único verdadero opositor junto al HDP. Erdogan en su desvarío de poder, entiende como crítica cualquier muestra de tibieza en el apoyo inquebrantable.
Ya ha acabado con la mayoría de los medios de comunicación independientes y encarcelado a decenas de periodistas, defensores de los derechos humanos, líderes de la sociedad civil y profesores universitarios. Ahora amenaza a los diputados de la oposición con retirarles la inmunidad parlamentaria a capricho. Si hay dudas del delito, se les acusa de terrorismo.
Su censura no es solo analógica, llega también a las redes sociales, que corta y vigila. Es una ironía que el censor de Facebook, Twitter y YouTube salvara su presidencia en un mensaje en FaceTime llamando a sus seguidores a salir a la calle.
El golpe y su fracaso, las purgas y las declaraciones subidas de tono, en las que se acusa a EEUU y a la OTAN de estar detrás del golpe (es sospechosa la tardanza en condenar la intentona; hasta que no habló Obama, ya fracasada, no habló nadie) van a tensar unas relaciones que ya estaban deterioradas, hasta el punto de que algunos analistas estadounidenses abogaban hace meses por expulsar a Turquía de la OTAN.
A esta Turquía intolerante y represora estamos devolviendo (con el pago añadido de 6.000 millones de euros) a decenas de miles de refugiados sirios que huyen de la guerra con la excusa de que es “un país seguro”. ¿Seguro? ¿Para quién?
Llamar sultán a Erdogan es un recurso reduccionista, un titular fácil. Estamos ante un autócrata en grave riesgo de acabar como un dictador. Fracasó un golpe, ahora triunfará el otro. Pierden los turcos, pierde la UE, pierden las víctimas.