Cuando las cosas solo son observadas desde la comodidad de amplios despachos se corre el riesgo de perder el sentido de la realidad. Es el síndrome del emperador desnudo, del que estos días han dado signos algunos políticos y periodistas que se han mostrado indignados porque Unidas Podemos, Esquerra Republicana y EH Bildu hayan presentado una enmienda a los Presupuestos para detener los desahucios hasta el 31 de diciembre de 2022. Qué escándalo, quieren impedir que se eche a familias a la calle. En la enmienda también solicitan que se impidan los cortes de luz y de agua. Qué desenfreno.
Las críticas a dicha enmienda en tertulias, columnas, debates y declaraciones públicas ponen el foco en la viabilidad y oportunidad de la misma -con acusaciones contra Unidas Podemos por falta de lealtad al Gobierno del que forman parte- y no en la necesidad de las personas afectadas por la falta de vivienda o por los cortes de luz y de agua. Les resulta escandalosa la enmienda. Que se siga desahuciando a gente, parece que no tanto.
La mitad de las personas que viven en casas de alquiler emplean el 50% de su sueldo en el pago del mismo, cuando la Unión Europea recomienda que ese precio no supere el 30% del salario, con los gastos incluidos. En esta pandemia se están registrando casos de personas que nunca antes habían tenido un problema económico a causa de esa desproporción. En las últimas semanas han sido desahuciadas muchas familias en situación de vulnerabilidad con niños a su cargo. ¿No es esto lo verdaderamente escandaloso? ¿De verdad el foco debe estar en estigmatizar una enmienda que intenta evitar en plena pandemia esos desahucios?
Para quienes observan el mundo siempre desde lo alto, el aislamiento es una tentación difícil de esquivar, por muchas razones. Quizá la de más peso es la impulsada por la ignorancia ignorada: aquella que lleva al narrador privilegiado a creer que su entorno es la realidad, puesto que comprueba que desde su burbuja influye en lo que pasa, se decide de qué se habla y cómo tiene que ser relatado.
En algunos códigos de los debates públicos actuales se penaliza a quien muestra empatía y excesiva preocupación. Todos los asuntos serios y dolorosos deben ser un poco banalizados, un poco ironizados, observados desde arriba, porque nada inmuta demasiado cuando estás arriba. Hay que quitar hierro a las cosas porque solo así se puede hablar de ellas sin instintos ni bajas pasiones. La media sonrisa es el gesto fetiche.
Esa tendencia a restar importancia a asuntos trascendentales ha llevado a cierto periodismo a normalizar discursos que incitan al odio y a obviar la falta de derechos fundamentales, como la vivienda. Todo es un juego, en nombre de una presunta neutralidad. Ante ello, se puede y se debe observar el presente desde perspectivas que lleven aparejada la responsabilidad social, siguiendo la invitación de Walter Benjamin de dirigir la mirada a los aplastados, viendo las cosas con la mirada de los oprimidos. Desde abajo. Desde el más abajo de los abajos.
Desde abajo puede entenderse en toda su magnitud las consecuencias de ese cinismo que dice que ahora no toca mejorar la vida de la gente, perpetuando políticas de desigualdad y exclusión. Desde allí a muchos les daría vergüenza regalar tiempo, credibilidad y espacio a la xenofobia, a la crispación, a la equidistancia o a quienes defienden que los derechos humanos son debatibles.
Quedarse en casa ante la sospecha de tener COVID, lavarse las manos, mantener la higiene, son medidas básicas que diariamente las autoridades recuerdan a la gente, con el objetivo de mantener el coronavirus a raya. Pero si te desahucian o te cortan el agua en tu casa porque no puedes pagarla, te resultará complicado cumplir con esos mínimos. La vivienda digna es un derecho fundamental que debe ser garantizado siempre. Y ahora, más aún. No hay escenificación de escándalo impostado que valga cuando está en juego la posibilidad de una mínima mejora de la vida de la población.