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El porqué de los escraches

No me gustan los escraches. Es una cuestión de formas. La democracia en sí es una cuestión de formas. La democracia es un compromiso según el cual diversos grupos contrapuestos acuerdan emplear una serie de mecanismos y definir una esfera determinada para la resolución de los conflictos que les afectan. Un escrache afecta, a mi modo de ver, a este compromiso, y agrava el deterioro institucional al recurrir a la intimidación (aunque sea “suave” o pretendidamente simbólica) para intentar forzar una opinión política. Más aún: considero que la propuesta por la que luchan, la dación en pago, no es una solución adecuada para el problema al que apuntan. Es decir: no comulgo ni con las formas, ni con el fondo.

A otras personas sí le gustan los escraches. Y también la dación en pago. De hecho, ambas cosas suelen ir juntas. Hay mucha gente que considera que el problema de los desahucios puede y debe solucionarse imponiendo dicho cambio legal. Y que, en tanto que el problema es acuciante y afecta muchas veces a ellos mismos, a personas que conocen o a lo que consideran como un sector relevante y desprotegido de la sociedad, el uso de los escraches es totalmente legítimo y necesario.

Es fácil empantanarse en esta discusión. Es fácil porque en ella se entremezclan elementos normativos, éticos, de justicia, igualdad e incluso personales. Yo seguiré defendiendo que intentar que una política se apruebe mediante el insulto, la descalificación y la intimidación no es una buena estrategia para la salud de la democracia. Otros me responderán que la democracia está en mala salud precisamente por culpa de esos políticos a los que se quejan, y que por tanto cualquier medida está justificada. Y así hasta la eternidad.

Sin embargo, nadie parece preguntarse mucho por qué tenemos escraches. Cómo hemos llegado hasta aquí. Bajo qué condiciones una sociedad civil decide organizarse de esta manera para lograr sus objetivos.

Pongamos que existe una medida política que no nos gusta. No nos gusta nada. Y queremos cambiarla. Lo primero que nos preguntamos es quiénes son los responsables de que tal política exista. La respuesta lógica inmediata en una democracia representativa es “el legislador”, que para eso hace las leyes. Por tanto es a él a quien debemos dirigirnos para intentar cambiar la situación.

Sin embargo, ¿qué hacemos cuando el legislador no es quien decide las leyes? En Estados Unidos la presión a congresistas y senadores está a la orden del día. En el Reino Unido los miembros del Parlamento se reúnen con sus votantes para escuchar sus quejas. En España, por contra, existe disciplina de partido. Da igual los emails que se envíen a un diputado concreto. Da lo mismo las reuniones que se le pidan o que con él se tengan. Al final el voto lo decide la cúpula del partido.

Además, nuestro sistema es bipartidista (aunque imperfecto, y cabe preguntarse hasta cuándo lo seguirá siendo). Este hecho posiblemente extrema la dinámica de lucha entre partidos y no dentro de los mismos. Dos bloques antagonistas cuyos líderes lo son a la vez del Ejecutivo y del Legislativo o de la oposición dentro y fuera del Congreso. Los partidos en España son organizaciones cerradas y jerárquicas que seleccionan élites a través de mecanismos semiformales de afinidades y facciones internas. La distribución de puestos en las listas (cerradas y bloqueadas) responden a ese reparto de afinidades. Quien entra en el Congreso hace trabajo de legislador primero bajo la tutela del partido y después bajo la de su grupo de afines. Y siempre, siempre en contraposición al bando contrario.

Este sistema aísla a los diputados de la presión exterior. Bastante. Y merma el poder del Congreso, sobre todo en situación de mayoría absoluta. Pero España tampoco es el único sistema bipartidista con fuerte disciplina de partido en las democracias occidentales. El muro de la disciplina de grupo parlamentario y los partidos oligárquicos con diputados poco preocupados por los votantes de sus circunscripciones no parece suficiente frustración como para causar una protesta intimidatoria sistemática.

Introduzcamos en la ecuación una crisis con un grandísimo deterioro del bienestar medio de la población. Entre las muchas dimensiones en las que este deterioro se expresa, hay una en la que el efecto es dramático por visual. Un banco, esa entidad malvada que nos ha traído a la ruina a todos, echa a alguien de su casa por no tener los recursos suficientes pero aun así le sigue cobrando una parte de lo que debe. La respuesta es, a ojos de muchos, obvia: que la persona dé la casa al banco y se olvide. Y ya está (siempre aparentemente). Sin embargo, para que esto sea así en todos los casos hace falta que alguien obligue al banco a que acepte la casa. Este alguien ha de ser, claro, el legislador. Las miradas de los afectados se dirigen a ellos. Primero, intentan sacar adelante una propuesta siguiendo los cauces habituales. Una ILP incluyendo lo que para ellos es la solución, millones de emails, presión indirecta, ruido mediático, manifestaciones y acciones, etcétera. Pero, como hemos dicho, nuestros grupos parlamentarios son bastante ajenos a estas presiones.

Unamos a todo esto que estos mismos ciudadanos han dejado de confiar en los políticos en general, como nos muestran día tras día las encuestas del CIS. No solo eso, sino que hay indicios bastante sólidos para pensar que comienzan a ver a todos los politicos como una clase (la misma pregunta del CIS lo plantea así, la clase política como un problema) diferente a la suya, a la que hay que, de alguna manera, atacar. O si no atacar, sí ‘desaislar’. Ya tenemos los ingredientes para una protesta que, aunque se base en una medida concreta y en la frustración que la situación provoca, en realidad constituye un ataque a los politicos.

Y estos, claro, se defienden. La mayoría lo hace de una manera algo torpe, bastante torpe o muy torpe. Otros intentan criminalizar las protestas. Lo que importa es que la impermeabilidad del partido ante las pretendidas influencias externas se incrementa. Como la propia barrera es uno de los factores que provoca la protesta indignada e intimidatoria, esta se reafirma e incluso crece. Y la dinámica se retroalimenta, porque la posición del politico no va a ser nunca dejar el seno del partido para abrirse a las protestas. El deterioro institucional se incrementa, pero la ley no cambia ni cambiará.

A estas alturas, más de un lector lo verá claro. Acabemos con la disciplina de partido, rompamos la oligarquía de los partidos en España, introduzcamos listas abiertas a la 15M o distritos uninominales a la César Molinas, y disfrutemos de miembros del Parlamento más receptivos a las demandas de sus votantes respecto a temas puntuales. Pero como quiera que nada es gratis, esto tampoco lo es. Para empezar, resulta dudoso pensar que el factor de disciplina de partido pesa más que el factor de crisis económica y pérdida de legitimidad de los políticos. Es decir, un país con idénticos niveles de corrupción y con diputados díscolos podría perfectamente estar sufriendo protestas similares, como demuestra el acoso puntual a diputados en Grecia incluso después de que su bipartidismo y su disciplina de partido se fuesen por el sumidero en 2011.

Para seguir, aunque este fuese el factor último determinante, la disciplina de partido tiene sus beneficios. Por un lado, deja más claro el programa electoral (el conjunto de políticas esperables) con la que un partido se presenta a las elecciones. Por otro, es posiblemente un buen mecanismo contra la construcción de redes clientelares regionales y contra el populismo en general. Además, las ventajas de la alternativa no están nada claras. Eso, por supuesto, por no hablar de la inestabilidad que provoca la alternativa. Y si no que se lo pregunten a los italianos. De hecho, bajo mi punto de vista el que la dación en pago tal y como la propone la PAH no haya logrado triunfar en el Congreso es un punto a favor del sistema actual, puesto que la considero una medida populista y que palidece ante alternativas más sensatas y justas.

Pero mientras, los escraches siguen. La moraleja de la historia es que el deterioro de nuestras instituciones se debe tanto a nuestros cerrados, deficientes y oligárquicos partidos políticos como a la acción, probablemente irresponsable pero en cierta medida comprensible, de ciudadanos que ven cómo su poder adquisitivo y sus expectativas de futuro disiminuyen irremisiblemente desde lo alto de la más grande de las burbujas. Y cualquier cambio en nuestro sistema, si no vamos con cuidado, puede romper más que arreglar.