Hace unos años aventurábamos el fin de este régimen político pero esta semana ha reventado. Están ocurriendo dos cosas, el enfrentamiento total y frontal del estado con las instituciones catalanas, Parlament y Generalitat, por un lado, y los resultados de la encuesta del CIS, por el otro.
La encuesta del CIS ronda desde hace días pero tarda en hacerse pública, parece ser una amenaza en el aire para algunos. No extraña que el Gobierno del PP haya compartido la información de sus resultados con el PSOE pues, por lo oído, parece reflejar la debilidad de los dos partidos estatales que, cual columnas, vinieron sosteniendo la Constitución del Reino de España. La intención de voto expresada en la encuesta para algunos es como la invocación de un advenimiento, la llegada de un corrector severo de los desmanes de los poderosos, pero para otros es una apuesta decidida por que gobierne. Ese deseo ferviente demuestra la falta de legitimidad tanto del Gobierno como de su oposición formal.
Sobre ellos, la Monarquía, institución a la que la mayoría de la población ya no le reconoce tampoco autoridad moral. El encogimiento de la Casa Real, desapareciendo progresivamente miembros que pasan a un limbo fantasmal, es una imagen de la pérdida de papel de la institución.
Y por debajo de ellos, una sociedad desconcertada contemplando el resultado de sus votaciones, la corrupción generalizada es el fracaso total de la democracia, y que no tiene ni en quien confiar ni un proyecto colectivo. Una sociedad que puso ahí a Rajoy y que ahora se mueve entre sentimientos contradictorios de rabia y vergüenza por haber votado eso.
Rajoy es un curioso personaje totalmente desconocido por quienes lo han votado y por la sociedad española en su conjunto pero políticamente es un vacío que traga todo. Llegó sin proyecto político para un país, únicamente traía la lista de pedidos de sus apoyos económicos e ideológicos: deshacer lo que habían hecho gobiernos anteriores y rapiñar todo el patrimonio público que fuese posible. Así, su gobierno representa meramente intereses particulares sin una visión social y nacional de conjunto.
La insensibilidad social tan clara del Gobierno y el partido que lo sostiene está en sus políticas crueles pero también la expresaron con naturalidad constantemente sus voceros, relativizando o ridiculizando los sufrimientos de las víctimas de la crisis económica. Es un caso de ceguera aguda, consecuencia de un clasismo propio de la corte más hedionda o de la perspectiva del “palco del Bernabeu”. Un clasismo tan ignorante que realmente no acepta una sociedad de iguales, el propio Presidente del Gobierno teorizó en alguna ocasión sobre la genética superior de “la gente como Dios manda”. Un clasismo que les impide imaginar un proyecto colectivo.
Pero la crisis global que vive España no se resume en la falta de entidad y de legitimidad, casi falta de existencia, del Gobierno de Rajoy y Santamaría, el Gobierno ha comprometido absolutamente a todas las instituciones del estado hasta fundirse estado y Gobierno del PP. Desde el Tribunal Constitucional hasta el último policía todo el estado sirve a su ideología y su política. No se me ocurre caso más flagrante que el envío de 30 agentes de la Unidad de Inteligencia de la Policía para investigar a empresas y políticos catalanes con la finalidad de enturbiar y desprestigiar la consulta. Pero las últimas sentencias del Tribunal Constitucional, conformado y presidido por el PP, han sentenciado definitivamente al propio tribunal y a la Constitución: estaba muerta y la incineraron pretendiendo enterrar las demandas catalanas.
Esta Constitución, interpretada del modo en que lo ha hecho el Constitucional, ya no sirve para nada. O bien solo sirve para la función que le está dando el Gobierno: ser los barrotes de una cárcel jurídica para cualquier demanda democrática de la ciudadanía.
Realmente en el redactado de la Constitución están desde un comienzo los elementos específicos que acabaron conduciendo a su ruina: los redactores del texto se constituyeron en dos comisiones, por un lado se reunía la JUJEM, Junta de Jefes de Estado Mayor, y por el otro los ponentes designados por las cortes constituyentes. Las partes del texto redactadas por el Ejército, se trataba de dar forma al “atado y bien atado”, fueron el molde autoritario y nacionalista español dentro del cual se introdujeron otros contenidos efectivamente democráticos. La cosa no podía acabar bien, máxime cuando llegó al Gobierno esta gente incalificable.
Crisis política por la política del Gobierno y crisis institucional por la liquidación de la Constitución, sí, pero también crisis nacional.
Rajoy y Arriola pensaban que para catalizar a la sociedad española bastaría con agitar el nacionalismo español contra Catalunya, eso ha creado un problema civil gravísimo pero en cambio no le dio a España un proyecto de futuro común. Al contrario. El PP, encastillado en ese Madrid irrespirable de poderes económicos y mediáticos, asumió que la fractura con la sociedad catalana era un coste factible para España, al final lo que se generó en la sociedad es más odio, un odio sordo que se junta con la rabia por el fracaso de la política.
En conjunto lo que mucha gente ve es el fracaso del país, el fracaso de España. Hoy la mayoría de los ciudadanos españoles, contemplando el panorama político y social, sienten vergüenza de serlo. No hay selección de fútbol que pueda tapar tan gran vacío. Lo que se observa desde fuera de España es mucho más que la crisis final de una época, perciben que es el fracaso de un estado y de una nación.
Se trata de la crisis de un modelo de estado nación y de su cultura nacional, autoritaria y nacionalista. El nacionalismo español, por estar tan comprometido con el franquismo por un lado y por no basarse en las realidades sociales y en la diversidad nacional por el otro, nunca creó una verdadera cultura nacional que no fuese chovinismo casticista. Toros y fútbol. E impidió e impide que nazca un proyecto colectivo o que se se instituyan de forma legítima figuras sociales de referencia. Por mucho inflamación nacional que padezcan algunos, España no existe como nación. Su ciudadanía no encuentra nada ni nadie que encarne algo compartido y esperanzador.
Ante el fracaso colectivo caben dos salidas, la que prevaleció desgraciadamente en el siglo XX, con la dictadura de Primo y el régimen de Franco, refugiarse en el nacionalismo y el autoritarismo. La otra es recuperar el programa del antifranquismo, recuperar las libertades personales que este gobierno nos roba día a día, una moral social que no permita la miseria como algo legítimo y reconocer la diversidad nacional y los mecanismos para que la sociedad se exprese.
No se trata de reformar la Constitución, ya fue incinerada, lo único posible por delante es un nuevo proceso constituyente. Esta vez sin que haya fusiles vigilando a los ponentes constitucionales. Si España quiere existir, es decir si va a haber un proyecto integrador, tendrá que ser de otra manera completamente diferente.