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Tres evidencias políticas que deja el ébola

1. No hay poder Ejecutivo

El Gobierno se ha empeñado durante esta legislatura en convertir al Parlamento, más que nunca, en un teatro. Lo dicen con lucidez algunos actores y lo comprobamos cada día. Arrasando con su mayoría absoluta, las decisiones fundamentales se discuten en los despachos de Génova 13, sede del Partido Popular. Los debates del Parlamento son inservibles a efectos de tomar decisiones. Reconvertido en mero espacio de debate impostado, el poder deliberativo del Estado agoniza. El estropicio realizado sobre el tercero de los pilares clásicos, el judicial, no le va a la zaga.

Sin Parlamento ni Justicia independientes como contrapesos, al gobierno solo le queda sacar pecho como ejecutivo. Tirando solos con un gabinete donde abunda la experiencia administrativa y empresarial, seguramente pensaron que sería fácil presumir de buena gestión, de aquello que según ellos siempre le ha faltado a la izquierda soñadora.

Pues no. Una vez tras otra este Gobierno ha demostrado ineficacia y corrupción. Amiguismo a la hora de nombrar altos cargos, parálisis en los momentos críticos. Indecencia en las respuestas públicas. La crisis del ébola, que precisaba una respuesta ejecutiva fuerte, lo ha evidenciado de forma cristalina. Han carecido de la mínima capacidad de organización, eficacia, celeridad, coordinación, control, legitimidad, liderazgo, que ha de tener un buen equipo ejecutivo. Han sido un desastre sin paliativos en cada apartado.

Se ha evidenciado así que este Gobierno, tras cargarse todos los poderes adyacentes, ni siquiera ha sabido ejercer de ejecutivo.

2. En este país la jerarquía infunde miedo

Han sido varios los testimonios estos días de sanitarios que al denunciar graves deficiencias de seguridad optaban por hacerlo de forma anónima. Como se informaba nada más estallar la crisis, a quienes lo denunciaron antes del contagio de Teresa Romero se les amenazó con expedientarlos. Es la forma de actuar de una jerarquía cerril ante la crítica. Y es lo que están demasiado acostumbrados a hacer los gobiernos, partidos e instituciones de nuestro país.

No se permite rebatir la versión oficial. La actitud contra la disidencia es feroz. Y el desvalimiento de trabajadores en su mayoría temporales, demasiado grande. En este caso muchos sanitarios temen expresar verdades importantes que afectan a la salud de todos. Una vez más se muestra que no hay libertad de expresión efectiva. El Gobierno se lleva la palma, pero ha calado tanto que cambiarlo se antoja una tarea ingente.

Por eso son tan importantes las dos demandas anunciadas estos últimos días. Por un lado 18 médicos intensivistas de la Paz, imagino que con contrato indefinido, han decidido jugársela denunciando un posible delito contra la salud pública por la gestión del ébola. Y por otro, Teresa Romero y su pareja han decidido emprender acciones legales contra el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Javier Rodríguez, y próximamente, quizá, contra la ministra Ana Mato.

3. La imaginación hiperactiva del gobierno es peligrosa: ni empatía ni compasión

Se dice que la imaginación tiene muchas vías, algunas maravillosas y otras terribles. Perder el contacto con el suelo puede hacernos volar hasta tocar la luna... o puede dejarnos allí colgados.

La imaginación nos ayuda a comprender a los otros, a acercarnos a su experiencia, a reconstruirla parcialmente. Esto, y sigo aquí a Martha Nussbaum, es lo que entendemos por empatía. En principio no es ni buena ni mala. Un sádico puede ser muy empático imaginando perfectamente el sufrimiento de una víctima, y disfrutarlo.

Un mínimo de empatía en cualquier caso se supone necesaria para la compasión. Aunque no siempre se dé así, imaginar el sufrimiento de otra persona nos facilita compartir la emoción dolorosa por su infortunio. La comprendemos mejor, nos sentimos más cercanos, más implicados. Si por contra somos incapaces de imaginar lo que le pasa al otro, entonces privarlo de humanidad resultará sencillo. El caso nazi suele usarse para ejemplificar esto.

George Kateb añadirá que lo anterior no quiere decir que dejemos de imaginar. Despojar a alguien de su humanidad es una fantasía brutal. Configuramos a nuestros conciudadanos como instrumentos, o como objetos, en el camino hacia un fin perseguido con ahínco. El racismo actúa así, y a menudo animaliza. Los estadistas que buscan cambiar naciones a partir de grandes dogmas suelen disparar esta imaginación negativa, que Kateb califica de hiperactiva y que Tzvetan Todorov también ha estudiado en detalle.

Volviendo a la empatía, es imposible ponerse al cien por cien en los zapatos de otro, cada cual tiene los suyos a medida, sus complejas formas de sentir y de pensar con firma propia. Es más, como incide Nussbaum, para que la empatía dé paso a la compasión, la imaginación no debe llevarnos a la fusión. Hemos de ser conscientes de que es otro el que padece. Sufrir por uno mismo no es compasión.

Además de la empatía también facilita la compasión el saber atender a la gravedad e injusticia del infortunio, así como el sentir de alguna manera cercana a la otra persona, hacerle un hueco en nuestro mundo interno. Como impedimentos a la compasión encontramos, además del efecto burbuja de las barreras sociales, la vergüenza y la envidia, ambas muy ligadas a la omnipotencia y el narcisismo. Estas últimas ya fueron nombradas con acierto por Juan Antonio Palacio en este mismo diario en relación al desastre gubernamental con el ébola.

Y es que en este caso el consejero Rodríguez mostró a las claras algo esencial de este gobierno. En primer lugar fue incapaz de utilizar su imaginación para acercarse a lo que estaba padeciendo una enfermera que, voluntariamente, se había prestado a atender a un paciente con ébola. Quizá esa omnipotencia narcisista que traslucían sus palabras –“soy médico, tengo la vida resuelta”– ocultaba la vergüenza de quien se creía invulnerable pero ha fallado, lo que suele disparar el odio hacia el objeto amenazante. En este caso Teresa Romero. Los dioses de las tragedias griegas raras veces mostraban compasión tras sus errores; a lo sumo vergüenza, la cual se trocaba en resentimiento hacia las víctimas humanas, que eran quienes podían poner en evidencia sus negligencias.

Esta imaginación negativa, hiperactiva, seguida de una clara falta de compasión, es ya patrimonio de este gobierno. Se ha destacado con razón estos días que con el ébola estamos ante el mismo modus operandi utilizado en otras crisis. Se apalea públicamente el honor de la víctima si con ello se logra frenar la amenaza judicial, o sacar un mínimo rédito político. Y en esto vale todo. Probemos a culpabilizar a la enfermera, al maquinista, al piloto, al capitán. Ordenemos, en el país del miedo, a nuestra prensa afín que ridiculice y señale un culpable. Si no funciona y por contra provocamos ira contra nosotros, reculemos, volvamos a las buenas palabras, a lo que ya solo puede ser hipocresía.

Los años de la crisis se pueden explicar socialmente desde esta terrible deriva imaginativa. Las víctimas de desahucios han sido expulsadas, a menudo con los antidisturbios golpeando, echando puertas abajo, deteniendo activistas solidarios, compasivos ante la injusticia. Los recortes, que han causado malnutrición infantil y desempleo como nunca –entre otros cataclismos sociales–, han salido adelante porque desde sus despachos los gobernantes han sido incapaces de ponerse en la piel de los otros, de los que iban a ser recortados y reprimidos. Sin una mínima empatía es imposible que aflore cualquier atisbo de compasión hacia los gobernados.

Lo que estos tres puntos ponen de manifiesto en su conjunto es que no son asumibles 14 meses más de Gobierno popular, como recientemente advertía Carlos Elordi. Tras arrasar con las funciones deliberativas y judiciales del Estado, al Gobierno ni siquiera lo podemos calificar de Ejecutivo. Ha infundido miedo y rechazo entre los trabajadores públicos, en lugar de alentar y conformar grandes equipos. Y ha sido incapaz de imaginar por lo que están pasando los ciudadanos más castigados por una crisis repleta de negligencias gubernamentales. Esto impide sentir al gobierno un mínimo dolor por la situación de la calle, de ahí que ni siquiera trate de revertirla y a veces, avergonzado, nos reprima.