La fantasía de la España monolingüe

4 de diciembre de 2021 22:52 h

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En España hay personas que no tienen el español como primera lengua. O que no hablan español en su día a día. O que alternan entre español y otras lenguas. Esta es una afirmación que, a pesar de ser puramente objetiva, levanta escamas en algunas partes de la población. El debate sobre la oficialidad del asturiano o la reclamación de ERC para que el gobierno asegure un mínimo de producción audiovisual en catalán, euskera y gallego en las plataformas de streaming son tan solo dos ejemplos recientes del recelo (por decirlo suavemente) con el que se recibe el plurilingüismo de España desde algunos ámbitos. 

Existe una noción de que lo que se habla en España es español (solo español) y que así es como debe ser. Se entiende que el español es la lengua por defecto y el idioma común, y que hablarlo es un hecho natural. Bajo esta óptica, cualquier política que aborde la realidad plurilingüe del estado se entiende como una frivolidad folklórica, una concesión al nacionalismo periférico o un atraso. En esta fantasía de la España monolingüe en la que algunos viven las demás lenguas son entendidas como moscones molestos o directamente como un desaire hacia los monolingües de castellano. Habla en español, hijo de puta.

Este discurso a favor del monocultivo del castellano es en realidad consecuencia del discurso triunfalista y futbolero en torno a la lengua española que domina la escena pública. Se celebra que haya cada vez más hablantes de castellano (¿en detrimento de cuáles?), se asume como un hecho natural y se dedica dinero y recursos a su promoción. El castellano se expande por el mundo, pero el euskera se impone

¿Pero por qué va a ser el castellano mejor que cualquier otra lengua? Creer que la lengua de uno es mejor o más deseable que la de los demás es como creer que las mejores croquetas son las que se hacen en tu casa o que tu religión es la única verdadera: es un juicio puramente subjetivo y emocional. No hay nada inherentemente mejor en una lengua frente a las demás. La hegemonía geopolítica de un puñado de lenguas (entre las que se encuentra el castellano) no se debe a características de la lengua misma, sino que se explica siempre por motivos extralingüísticos. Los delirios chovinistas de quienes se dan palmadotas en el pecho proclamando que la expansión del idioma español a América fue una de las bondades de la conquista presuponen que es mejor hablar español a hablar cualquier otra cosa, como si hubiera algo en los morfemas, la sintaxis o el vocabulario del castellano que lo hiciera inherentemente más deseable que el resto de lenguas. Las lenguas que hoy cuentan con un mayor número de hablantes lo son por una serie de avatares puramente históricos y circunstanciales, en ningún caso por motivos lingüísticos.

La visión que asocia la defensa de las lenguas minorizadas al nacionalismo es además falaz por dos motivos: por un lado, asume que la lengua materna que uno tiene determina sus convicciones políticas (como si hablar gallego a tus hijos te hiciera irremediablemente nacionalista, cosa que es perfectamente legítima pero que no se deriva necesariamente de lo anterior). Pero es que además esa asociación entre lengua y nacionalismo pasa por alto el hecho de que en España conviven diversas lenguas más allá de los límites de las zonas clásicamente asociadas con movimientos nacionalistas: caló, rifeño, las distintas lenguas de signos... por no hablar de todas las lenguas de herencia que trae consigo la inmigración, como pueden ser el rumano, el mandarín, el árabe levantino o el wolof. Tendemos a pensar que el monolingüismo es lo normal y que el multilingüismo es la excepción, pero las sociedades en las que ha vivido el ser humano han sido casi siempre fundamentalmente multilingües, y lo siguen siendo: el 57% de la población mundial es multilingüe. La diversidad lingüística desborda las fronteras y las lógicas partidistas.

Desgraciadamente, la realidad multilingüe de la sociedad española es menos visible de lo que cabría esperar. Hace unos meses, el tuitero Fernando de Córdoba imaginaba cómo serían los logos estatales si incluyesen rótulos en todas las lenguas oficiales, como hacen otros países plurilingües: Diputatuen kongresua, Banc d’Espanya, Consello Xeral do Poder Xudicial. El resultado es refrescante y la polémica que surgió a raíz de aquella propuesta, esclarecedora. Parece mentira que haya más plurilingüismo en los envases del Mercadona que en el Congreso de los Diputados. 

Para un niño que vive en Madrid es más fácil encontrarse en su día a día con cuentos, letreros o canciones en inglés que con nada que esté en ninguna de las lenguas que hablan sus paisanos o sus vecinos. Fantaseo con cómo de diferente sería este país (y cómo mejoraría nuestra capacidad para entender idiomas) si el multilingüismo impregnase los distintos ámbitos de la vida cotidiana, también en las regiones supuestamente monolingües: que la tele, la ficción audiovisual, los letreros en las calles o los discursos de las Cortes reflejasen la diversidad de lenguas que se hablan en el territorio. No solo garantizaríamos el acceso a la información, la cultura o el entretenimiento en su lengua a aquellos hablantes de lenguas minorizadas (que no es poco), sino que además mejoraría la competencia pasiva de toda la población en estas lenguas. Podemos imaginar una situación en la que en los actos públicos, las sesiones plenarias o las intervenciones parlamentarias lo normal fuese que cada uno hablase en su lengua, sabiendo que los interlocutores entenderán el idioma aunque no lo hablen, en vez asumir que son otros los que siempre tienen que cambiar al castellano. Esta idea puede resultarnos un tanto exótica de primeras pero es lo que ocurre en muchos hogares multilingües.

Si la labor del estado es garantizar derechos, servicios e infraestructuras a todos sus ciudadanos, no se entiende que gobierne solo para aquellos que tienen el castellano como primera lengua y dé la espalda a las demás lenguas, como no entende(ría)mos que las políticas gubernamentales presupusieran que todos los ciudadanos viven en grandes ciudades, fueran funcionarios o no tuvieran hijos. Es desalentador que tenga que venir un partido nacionalista a recordarle al gobierno que proteger el patrimonio lingüístico y garantizar los derechos de los hablantes de lenguas minorizadas es también su obligación.