La fiebre de ilegalizar partidos
Ilegalizar partidos es una práctica habitual de las dictaduras o de los regímenes autoritarios. Los sistemas democráticos solo aplican una medida tan drástica en supuestos muy excepcionales de utilización partidista de la violencia para la consecución de objetivos políticos. El pluralismo es la esencia de la democracia. Como valor superior de nuestro ordenamiento constitucional, la pluralidad política presupone la diversidad de opciones igualmente legítimas que deben poder convivir en el espacio público.
Las peticiones de ilegalización de Bildu vuelven a poner de manifiesto compromisos frágiles con el pluralismo. Lo cierto es que nunca han estado presentes tantas peticiones de borrar partidos del mapa democrático. Desde determinados discursos de extrema derecha se pide continuamente ilegalizar a partidos independentistas, nacionalistas o a fuerzas de izquierda. Pero también hay voces progresistas que pretenden la expulsión del tablero democrático de formaciones de la derecha radical o incluso del PP.
Ese rechazo del pluralismo ideológico ha sido un rasgo distintivo histórico en España del pensamiento conservador. Algunos autores han examinado en profundidad los orígenes en el pasado de esas concepciones y las han conectado con las reiteradas dificultades para vertebrar el sistema democrático en nuestro país. Américo Castro analizó nuestra construcción estatal desde el siglo XV y la relacionó con la enorme influencia de la Iglesia Católica, que comportó la expulsión de los judíos y de los moriscos, así como la aniquilación de protestantes y miembros de otras creencias catalogadas como herejías. Esas visiones sobre la limpieza de sangre o la pureza de espíritu arraigaron hondamente en la sociedad. La Inquisición fue una de las instituciones más populares del país durante siglos.
La persecución de las mentalidades discrepantes estuvo siempre muy presente y torpedeó aquí la implantación de una democracia liberal como la que se desarrolló en otros lugares (basada precisamente en el pluralismo). La noción ancestral de esa España eterna era incompatible con la presencia de traidores que carcomían su carácter sagrado. Uno de los principales padres intelectuales del conservadurismo español, Marcelino Menéndez Pelayo, escribió una de sus obras más conocidas con el título Historia de los heterodoxos españoles, en la que en ocho tomos retrataba despiadadamente a un largo listado de infieles anticatólicos, ilustrados irreverentes o liberales recalcitrantes. De hecho, con fundamento en todos esos dogmas de limpieza ideológica, el golpe de estado de 1936 y la brutal represión del franquismo incorporaron como objetivo central el exterminio de enemigos de la patria y de heterodoxos de la anti España. No resulta difícil detectar actualmente esa perspectiva antipluralista en los ámbitos del llamado franquismo sociológico.
Con esos antecedentes históricos, deberíamos preservar con firmeza el pluralismo democrático. En la actualidad no hay ningún grupo político con representación parlamentaria que utilice la violencia e incumpla la Ley de Partidos. Ni Bildu ni ningún otro. Para que se pueda acordar la disolución de una organización política, la ley exige como premisa el respaldo de métodos violentos o de actuaciones terroristas. Al no existir ETA ni terrorismo activo, ese requisito resulta de concurrencia imposible. La inclusión de candidatos condenados por terrorismo no es una premisa para la ilegalización, sino que está configurada en la ley como un indicativo (entre muchos otros) de soporte a dinámicas terroristas existentes. La ilegalización de Bildu carecería del más mínimo encaje legal y, además, se trata de un partido que no alienta la violencia para la obtención de fines políticos.
El debate sobre la inclusión de candidatos condenados no es nuevo. Se ha producido otras veces, también en relación con delitos diferentes. Afecta a cuestiones como los principios éticos que deben inspirar las listas electorales, los efectos de la reinserción o el mensaje simbólico que se traslada a la ciudadanía. Pero no puede justificar las peticiones de ilegalización, que están más relacionadas con las concepciones de pretender expulsar aquello que a algunos les desagrada. Sin embargo, quienes plantean esas exigencias pueden ser objeto igualmente de demandas de expulsión, porque también pueden irritar a sus adversarios. Y ese bucle acaba siendo opuesto al pluralismo democrático.
Esas inclinaciones excluyentes han sido tradicionalmente conservadoras en nuestro país, pero ahora también están impregnando a sectores progresistas, en el marco de la denominada cultura de la cancelación. Cuando a alguien no le gustan las ideas de un partido, lo correcto para un verdadero demócrata será intentar persuadir a la sociedad de que no lo apoye, en lugar de pretender recurrir al comodín fácil de requerir su desaparición forzosa. Como explicó John S. Mill, nuestras ideas no son infalibles y la manera de defenderlas no puede ser extirpando las contrarias, sino aceptando la exposición de todos los argumentos en el debate público, para que sea la ciudadanía la que pueda optar libremente por lo que más le convence.
Ilegalizar partidos implica anular políticos, ideas y votantes. No resulta admisible hacerlo cuando los postulados de una formación política se expresan sin violencia, porque supondría un ataque al pluralismo. Además, vincular estas peticiones infundadas con ETA puede suponer una patrimonialización de la lucha contra el terrorismo con finalidades electorales, de aspecto poco edificante, porque esa defensa de la democracia fue colectiva. Las proclamas de ilegalización de un partido sin justificación siempre están conectadas con discursos autoritarios y poco democráticos.
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