Ha dicho Pedro Sánchez donde Àngels Barceló, en la SER, que la exhumación de Franco es inminente y ha sonado a que la operación será anunciada en el Consejo de Ministros del próximo viernes y consumada, es probable, el lunes 7 de octubre, día en que la basílica esta cerrada al personal; esto último lo digo yo.
No quiero ni pensar en que, en el momento de proceder al desalojo, ocurra lo que sostiene, y desea, el lúcido y genial Nicolás Sánchez Albornoz, uno de los pocos supervivientes de Cuelgamuros; felizmente fugado de aquel campo de trabajos forzados gracias a Barbara Probst Salomon, recientemente fallecida.
Dice Albornoz, que conoce el terreno, que allí hay muchos cursos de aguas hipógeas, que abundan los vientos traicioneros y que es posible que gracias a esa combinación, cuando levanten la lápida ¡zas! la momia haya evacuado y, por pura ley de la gravedad más agua en curso imparable, se haya ido al carajo. Sería un final literario excesivo para un personaje tan morigerado, que no quería que le despertara ni el Papa cuando firmaba cinco penas de muerte, hace ahora 44 años (27 de septiembre de 1975). Tomaba chocolate con soconusco.
Lo probable es que los técnicos que lo enterraron hace más de cuatro décadas liquiden en un plis plas --una mañana, como ellos mismos dicen, conscientes de su conocimiento, su memoria y sus destrezas-- la operación y que los restos mortales del dictador pasen del decúbito supino de Cuelgamuros a yacer al lado de su mujer en Mingorrubio. (Tienen los topónimos aquí un empaste sonoro digno de mejor causa).
La extracción de los restos mortales tiene un innegable valor simbólico que reconfortará, en primer lugar , a los familiares de los enterrados, a su pesar, a la vera del dictador.
Pienso en los familiares aragoneses de los hermanos La Peña, con sentencia judicial a favor de la exhumación; en el propio Fausto Canales, incansable en la memoria, que sabe a ciencia cierta dónde están su familiares y que como tantos supervivientes, los quiere recuperar. En el propio Sánchez Albornoz, y su alegría a sus noventa lúcidos por la evacuación de Cuelgamuros.
Una reparación para los familiares supervivientes de los allí enterrados, una compensación de todos los ciudadanos con dos dedos de frente democrática, por esta especie de extracción de la muela del juicio dictatorial.
Tiene sus bemoles que los familiares del dictador, golfos sin fronteras, manejen ahora palabras como “dignidad” y sientan sus derechos pisoteados por no poder enterrar los restos del autócrata donde ellos quieran.
Ese abogado Utrera, que sin leer la sentencia ya sabe que es “política” e “inconstitucional”, que se ubica, grasiento y preconciliar, a la derecha del padre Franco y dice estar dispuesto a “dar la batalla hasta el final”.
Lo suyo es que, por fin, Franco saldrá de su nicho. Que la familia esté tranquila, no parece que haya riesgo de infarto, pero siempre les puede acompañar una UVI ambulante del 112, por si se produjera un eventual percance.
La exhumación de Franco, lejos de las víctimas cuya muerte propició, debería servir para lo que Géraldine Schwarz (Los Amnésicos) habla de construir una 'buena memoria'. Es decir, poner en pie una memoria compartida por todos los españoles sobre el pasado común. No parece. Alemania esta a traineras de nosotros en ese trabajo de 'buena memoria' y con una historia mucho peor que la nuestra, ha encontrado espacios de consenso sobre el pasado entre alemanes distintos. Una idea de compartir el pasado, asumir lo que significa y hacer todo lo posible por evitarlo, claro.
Que Franco salga el próximo lunes de ese lugar de aires y aguas subterráneas y que los golfos apandadores de sus nietos, sin oficio y con beneficio, le organicen misas en Mingorrubio, que pilla más lejos, y no en la Almudena, que está al lado de la Plaza de Oriente, donde los primeros de octubre hasta su muerte (1975), Franco convocaba, con indefectible eficacia anual, a un millón de españoles con aplausos enlatados. Que la tierra le sea leve, en decúbito supino, lejos de sus víctimas.