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¿Quién frena a la extrema derecha en las redes sociales?

Alvise Pérez se dirige a varios cientos de personas en Colón con un megáfono

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Durante las últimas semanas hemos visto en Inglaterra cómo la extrema derecha ha provocado disturbios y ha llamado a linchar a grupos étnicos específicos. Ya dijimos que el detonante usado por la extrema derecha en aquel caso no era la solidaridad con las víctimas de un acto de barbarie, sino el racismo: la oportunidad de seguir extendiendo el odio, construyendo bulos que facilitaran la adhesión a su infame causa. En todo caso, se pisaba un terreno abonado por la clase política y empresarial inglesa, la cual había radicalizado sus discursos antiinmigración durante la última década. Pero, también observamos, no era este un fenómeno aislado sino expresión de un proceso global. Era cuestión de tiempo que algo similar ocurriera en España.

El asesinato de un menor en un municipio de Toledo ha sido el detonante de una oleada de racismo que, de momento, parece limitada a redes sociales. Cuando todavía no sabíamos nada del autor del horrible asesinato ya la extrema derecha estaba difundiendo la idea de que se trataba de un inmigrante. Exactamente igual que ocurrió en Inglaterra, la intención era clara: atribuir un hecho horroroso a un grupo étnico completo para justificar sus discursos de odio.

Aquí lo que menos importa es que estemos hablando de la verdad o no. Lo único relevante es que se buscaba dejar un poso de odio en las mentes de los ciudadanos. Un ánimo latente que luego puede despertar como monstruo en el momento menos pensado.

Las redes sociales se han convertido en el canal perfecto para este proceder ultraderechista. Se trata de lugares en los que se puede utilizar el anonimato para ampliar la resonancia del discurso ultra, al tiempo que por su propia lógica los mensajes espectaculares, aunque sean falsos, cobran una importancia central. Se trata de la propia lógica perversa de estas redes, que secuestran nuestra atención para incrementar sus beneficios, pero al coste de empujarnos al precipicio de la ignorancia y estupidez y, peor aún, del odio. La cosa se complica cuando, como en el caso del antiguo Twitter, el dueño es además un reconocido partidario de no censurar los mensajes de odio.

Sin embargo, es verdad que corremos el riesgo de matar al mensajero y de no señalar justamente otras cuestiones como la responsabilidad de quienes asumen acríticamente casi cualquier cosa que confirme sus creencias previas, de los medios tradicionales que contribuyen a esta situación, y del contexto socioeconómico que lleva a tanta gente a caer presa de las dinámicas de polarización y odio en las sociedades contemporáneas. Siendo todo eso cierto, no es menos que algo hay que hacer con estos canales de difusión de odio.

Yo llegué a Twitter en 2008. Desde entonces he vivido muchas experiencias en la red social. Recibí mi primera amenaza de muerte en el año 2012 por unas declaraciones políticas, siendo ya diputado, y ya no me he librado de ellas desde entonces. También he sufrido muchos episodios de ataques coordinados con miles de usuarios, la mayoría de los cuales eran sospechosos de tener como lengua nativa el lenguaje binario. La inmensa mayoría de estos ataques procedían de la derecha, pero también tengo algunos registros del otro lado (también con sus miles de máquinas bien pagadas). Me habitué a algo que no es nada sano: tener que leer insultos y descalificaciones constantes en el mismo dispositivo con el que me comunicaba con mi familia. No creo que nadie esté preparado para gestionar emociones así. Con todo, nunca he visto la situación peor que ahora.

Twitter es hoy un estercolero donde prevalece la mentira y los vídeos virales. A veces ambas cosas van juntas. No hay ninguna institución (norma, comunidad de moderadores o algo parecido) que medie entre el deseo de hacer daño de determinados sectores y el usuario final. Sin embargo, sigue siendo una herramienta poderosa que la derecha conoce muy bien, y que explota en su propio beneficio.

Naturalmente el asunto con esta red social en concreto no agota el problema en su conjunto, pero revela claramente los problemas de las sociedades digitales. Es obvio que la extrema derecha aprovecha Twitter como también aprovecha Telegram y otros canales. También sabemos que rentabiliza sus conquistas no sólo como nuevas narrativas culturales ('el inmigrante es el problema'), sino igualmente como nuevos espacios políticos desde donde reproducir a mayor escala el discurso.

Una solución habitual pasa por un mejor control del contenido difundido en la red social. Es lo que se intentaba hacer, con muchos problemas, hasta la llegada del multimillonario Musk al mando de Twitter. Pero como institución privada que es, ahora está sometida al capricho de una sola persona, y hay manga ancha para difundir odio. Así que la solución tiene que pasar por la intervención de lo público. La fiscalía debería contar con muchos más recursos para poder especializarse en este tipo de delitos que, a tenor de lo que pasa en otros países, van a ir creciendo también en España. No es razonable que delitos de odio tan evidentes queden impunes o se resuelvan transcurrido tantísimo tiempo y cuando el daño ya está cometido.

Es urgente actuar ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Siempre recuerdo una descripción que me dijo mi mujer, que es médica, sobre el fascismo: como el cáncer, es fácil curarlo cuando está poco desarrollado, pero puede ser imparable cuando ha evolucionado demasiado.

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