El nuevo ministro de Consumo, Alberto Garzón, recibió el primer varapalo político serio de su trayectoria a costa de la nueva ley que pretende regular la publicidad del juego. Un tema sobre el que alertaba, hace ya un año, el Defensor del Pueblo con un contundente informe en el que se trataba el aumento de la patología de la adicción al juego, muy especialmente en menores. El ministro Garzón fue el objeto de la ira de todos aquellos que pensaban que legislar era lo mismo que hacer argumentarios del partido donde lo malo se deroga y lo bueno se promueve. Pues mire, no, el juego es una actividad legal, que además supone el 0,8% del PIB en España, unos 48.000 millones de euros; y en España, de la misma manera que criticamos con ferocidad las casas de apuestas, alabamos y compartimos la lotería de navidad, que se retransmite por la televisión pública como todo un evento de interés social.
No he venido a evidenciar que gobernar es contradecirse, algo en lo que llevan incurriendo los gobiernos democráticos desde el principio de los tiempos, sino a analizar la afirmación del ministro Garzón en la que se comprometía a eliminar la emoción en la publicidad del juego. Algo que es imposible y que solo puede acabar de dos maneras: o se prohíbe la publicidad o este punto de la ley se lo pueden ahorrar, porque toda comunicación contiene emoción.
Tradicionalmente, en comunicación política se ha planteado un falso dilema entre emoción y razón. Ambas cuestiones son dos aspectos inseparables de la comunicación y plantearlo en términos dicotómicos es una falacia que nos conduce a una conclusión errónea: que existen comunicaciones racionales o emocionales. Las emociones son uno de los aspectos más estudiados en psicología, desde las teorías evolucionistas hasta los recientes estudios neurocientíficos explican cómo y por qué existen las emociones, si estas son controlables, o de si es primero la activación corporal o la experiencia emocional la que agita la otra. Lo que no se discute es que la experiencia humana es siempre emocional y que cualquier interacción entre personas lleva aparejadas emociones, que se suele dividir en las categorías más simples como positivas (de aproximación) o negativas (de evitación).
Además de las relaciones, toda experiencia humana es eminentemente emocional, todos nuestros receptores sensoriales se encargan de enviar información a nuestro sistema límbico, lo que nos provoca las experiencias emocionales: estruendo o música, aroma o pestilencia, áspero o suave, una puesta de sol o un incendio, todo, absolutamente todo, produce en nosotros un estado emocional que además viene condicionado por las diferencias individuales y por las experiencias previas. Por lo tanto, ministro Garzón es absolutamente imposible hacer publicidad sin generar emociones, porque una tipografía, un color, una palabra, un sonido, una imagen, todos ellos unidos y por separado, las producen… y en este caso, los publicistas contratados por las empresas del juego trabajan intensamente para que sean emociones positivas, que nos atraigan y seduzcan para que finalmente consumamos.
El defensor del pueblo Francisco Fernandez Marugán comparó la adicción al juego, con la del tabaco o el alcohol, por ello, pidió que se prohibiera totalmente la publicidad, porque con un 13% de menores jugando en casas de apuestas le parecía urgente que el legislativo tomara cartas en el asunto. Los pasos del Gobierno, aunque insuficientes para el propio vicepresidente Iglesias, van encaminados en la buena dirección. Sin embargo, es conveniente tratar los temas con seriedad y explicar por qué no es aconsejable/posible prohibir la publicidad o qué consecuencias tendría, pero no es posible regular lo imposible o lo que es lo mismo, la publicidad sin emoción.