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Esta gente necesita un abrazo

El presentador de 'Horizonte', Iker Jiménez.

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Te dedicas al periodismo outsider; a las historias que no tienen valor informativo, al entretenimiento. Surgen detractores, pero tienes talento de narrador, olfato para los temas y un cierto aire de prestigio tras años inmerso en tu propia cámara de eco; te conviertes en el guardián del nicho de lo paranormal, pero sigues pareciendo uno de esos periodistas de la vieja escuela que pasa las noches con un café escuchando la radio de la policía y atiendes llamadas nocturnas de avistamientos ovni. Tus colaboradores tienen aires de tarado pero, de vez en cuando, traes personajes relevantes con los que consigues mantener las apariencias. Te obsesionas con sucesos que no puedes demostrar –es lo que tiene dedicarse a lo paranormal– y, para justificar tus carencias como investigador y mantener tu imagen –y seguir exprimiendo lo de las niñas de Alcasser, por ejemplo– comienzas a dar voz y rédito intelectual a determinadas teorías de la conspiración. Cada vez tienes más detractores y empiezas a ser consciente de que, a cada programa, das un paso más hacia el abismo; decides huir hacia adelante. Pasan los años, tu público disminuye, tu formato queda obsoleto y tu marca ha quedado en la cultura popular como referente de lo conspiranoico y tu credibilidad se polariza entre los que te veían para entretenerse y los que se informan a través de tu programa. Llega una pandemia y donde antes habías caminado, ahora vuelas pilotando tu vodevil del misterio.

El coronavirus labró la mente colectiva para que las teorías de la conspiración empezasen a tenerse en cuenta. Aparece el humor postirónico; la comedia se convierte en un constante es broma, pero si quieres no es broma; los dog whistles y los mensajes criptonazis se propagan como la peste; los podcasts y TikTok –su combinación, en realidad– viralizan ideas infundamentadas basadas en lógicas falaces y absurdas, se llena Internet de personas dando su opinión sobre temas que desconocen y el marco de lo razonable se va desplazando, poco a poco, hasta que la ventana de Overton se convierte en un gran agujero en la pared. El fin de semana pasado pudimos ver la sublimación de esto en el debate organizado por Jordi Wild en el que un doctor en física y una divulgadora se sentaron a discutir con un tipo que afirmaba que el presidente de Camerún se transforma en león por las noches. Y de pronto, la opinión de unos científicos se situa a la altura de la de un mitómano y un ufólogo.

Más allá de la salvaguarda de los muros de la razón, está dándose un fenómeno fascinante y aterrador a partes iguales. Todo el pensamiento outsider se ha unificado bajo el mismo estandarte; han encontrado una causa común por la que pelear. Aparece el término woke y es en torno a ese concepto donde se aglutina el enemigo de todas estas mentes febriles: lo woke es la humillación final de los eternamente humillados, la clave de bóveda de ese gran plan de las élites que hace que encaje todo; la corrección política –o sea, no vomitar odio sobre minorías– pone un espejo delante a mucha gente y ellos lo perciben como censura, y la impotencia –que sentimos todos– por un mundo al que son incapaces de adaptarse los lleva a posiciones radicales. El movimiento anti woke aglutina a todo tipo de tercerposicionistas, el obrero humillado por la crisis económica que no entiende que su poder adquisitivo no sea el mismo que hace veinte años –y culpa a todo el mundo excepto a los culpables–, el naturalista escéptico con las vacunas que vio la pandemia como el fin de un régimen global de libertades –que nunca existió– porque es incapaz de confiar en el criterio de los demás; el racista, que aunque lleve décadas en un perfil bajo y acomplejado, le quedaba esa pequeña victoria cultural en la que las personas racializadas apenas tenían hueco en las series y películas; personas que contemplan la globalización como una colectivización del odio que siente el mundo hacia ellos –y no como esa gran estafa piramidal cuyo único cariz apreciable es el económico–, sin saber que el mundo ignora por completo su existencia. Les aterra la cultura de la cancelación pero, para que te cancelen, primero tienen que saber quién diantres eres.

Iker Jimenez se encuentra justo en este punto. El otro día tuiteaba una foto de una selección francesa de 1984 compuesta casi en exclusiva por jugadores blancos y un mensaje que decía “qué cambiada está Francia”. Emplea estas formas de racismo pasivo-agresivo porque, en realidad, no es tan racista como sus seguidores. Es más, estoy seguro de que es bastante majo y que la culpa es nuestra porque no lo hemos querido lo suficiente. Lo hemos marginado al extremo porque era el rarito de clase que juega con la ouija y se obsesiona con una humedad de los vestuarios y han llegado otros marginados –más rudos y más malos y más fascistas y más de todo– a decirle que no está solo. Pablo Batalla lo explicaba hace unas semanas poniendo de ejemplo a Beatriz Talegón, que ha pasado del ala progre del PSOE a negacionista de las vacunas con la naturalidad del que se cambia de ropa interior: no es algo que se viva como una transformación sino como la fidelidad a los principios de siempre. Para hacerte amigo de un loco solo tienes que darle la razón en todo o, al menos, dejarle hablar y no confrontar con su psicosis. El presentador de Horizonte no sabe ser malo. Hace intentos posturales de serlo, pero en el fondo es un buen tipo que se ha quedado sin amigos. Quizá, como sociedad, deberíamos centrarnos más en debatir y educar que en humillar porque, de vez en cuando, uno de esos corazones rotos tiene un programa de televisión líder de audiencia.

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