Todo lo que está sucediendo alrededor de la justicia es de tal gravedad que, si nada lo evita, causará daños irreversibles en la institucionalidad del país y en el propio funcionamiento de la democracia. De hecho, los está provocando ya.
El Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces y responsable del nombramiento de los magistrados del Tribunal Supremo, de dos del Constitucional y de muchos otros puestos clave del aparato judicial, lleva casi cuatro años en funciones debido a la negativa del Partido Popular a llegar a un acuerdo con el PSOE para su renovación, como exige la Constitución. Por más pretextos que se saque de la chistera para justificar una actitud obstruccionista sin precedentes en esta etapa democrática, el objetivo de partido que preside el ‘dialogante’ Alberto Nuñez Feijóo es muy simple: mantener a toda costa, sin que importe un pepino el estropicio institucional que se ocasione, el control conservador del CGPJ por lo menos hasta las próximas elecciones generales, con la esperanza de que haya un vuelco en las Cortes. Y evitar colateralmente la renovación parcial del Tribunal Constitucional, que, de producirse, daría una mayoría al sector progresista en el máximo órgano de garantías.
La estrategia de los populares ha contado con la complicidad, por acción o por omisión, de los integrantes del CGPJ, con su presidente Lesmes a la cabeza e incluyendo a los jueces del sector progresista, por no haber tenido la dignidad de renunciar para forzar una salida al atolladero. Han preferido mantenerse atornillados a sus puestos, presentándose como unas víctimas shakesperianas de las rebatiñas políticas, quizá por temor a que cualquier paso en falso pueda tener consecuencias negativas en sus perspectivas profesionales. También ha contado el PP con la benevolencia de Bruselas, que ha mantenido a lo largo de esta crisis una posición de pretendido equilibro salomónico, instando una y otra vez a las partes a alcanzar un acuerdo, obviando que la crisis tiene unos culpables inequívocos, que son el PP y sus magistrados afines.
La única vez que la Comisión Europea ha reprendido expresamente a una de las partes fue al Gobierno de Pedro Sánchez, tras su anuncio de una reforma de la ley para la elección de los miembros del CGPJ, de modo que, si no se alcanzara la mayoría de tres quintos en las Cortes exigida por la Constitución, pudiese aprobarse en una segunda vuelta por mayoría absoluta (la mitad más uno de los escaños) con el fin de cumplir el mandato igualmente constitucional de la renovación. El Gobierno se envainó aquella iniciativa a raíz de que Bruselas pusiera el grito en el cielo denunciando una “injerencia política” en la justicia y recordando que la directriz comunitaria es lograr que al menos la mitad de los integrantes del órgano judicial sean elegidos directamente por los jueces. Más allá de lo que cada cual opine sobre esta directriz –mientras no se invente una fórmula mejor, yo prefiero que el órgano rector del poder judicial siga sometido a votación en las Cortes-, el tema es otro: que lo que corresponde en este momento es renovar el CGPJ y, por extensión, el Tribunal Constitucional con las normas vigentes. Después podrá hablarse de todas las reformas del poder judicial que se quieran. Como dice el Eclesiastés, cada cosa tiene su tiempo.
El secuestro del poder judicial que se arrastra con la escandalosa interinidad del CGPJ ha dado este martes un salto insospechado y de consecuencias impredecibles para la democracia. En julio pasado, el Congreso aprobó por amplia mayoría una reforma legal para desbloquear la renovación pendiente de cuatro miembros del Tribunal Constitucional –dos por designación del Gobierno y dos por el CGPJ, que por tradición designa uno conservador y otro progresista- y dio al órgano de los jueces un plazo, que expiró este martes, para presentar sus designados, de modo que el Gobierno pudiera proceder a hacer otro tanto con los suyos. El tribunal de garantías pasaría así a tener siete magistrados progresistas y cinco conservadores. Sin embargo, se han cumplido los pronósticos más pesimistas y un sector amplio de los miembros conservadores del CGPJ –ocho en total- ha arrastrado al órgano rector de la judicatura a incumplir la ley aprobada por el máximo órgano de representación popular.
Si consideran que la ley tiene sesgos políticos, como ha señalado algún integrante del CGPJ, pues que busquen la forma de cambiarla. Ahí están sus partidos amigos, PP y Vox, expertos en presentación de recursos de inconstitucionalidad. Pero las leyes, mientras no las tumbe el tribunal de garantías o las deje en suspenso algún órgano judicial en determinadas circunstancias, están para cumplirse. Lo más preocupante es que sea el mismísimo gobierno de los jueces el que haya decidido pasarse la ley por el forro. Dirán los magistrados rebeldes que ellos tienen voluntad de llegar a un acuerdo, que sus representantes en las negociaciones para la renovación han tenido problemas de agenda, que tienen disponibilidad para la semana próxima. Pamplinas. Lo que buscan es dilatar la renovación hasta donde se lo permitan las circunstancias y, en el caso de que accedan a negociar una salida, ya se encargarán de enredar las conversaciones para que terminen empantanadas. Tiempo al tiempo. De momento, ya han ignorado una ley que aprobó el Congreso. Y eso es de una gravedad incalculable.