La del 14 fue una guerra que España no libró. Pero no se libró de ella. Nos abrasó. Y de sus efectos se deriva buena parte de lo que ocurrió año después en este país. Cuando se van a cumplir 100 años del comienzo de la Gran Guerra, conviene también rememorar su impacto sobre nuestro país, un país que no participó en las dos guerras mundiales, pero éstas sí participaron en él.
No iba a ser en 1914-1918 la última vez que ocurría algo así. Pasaría después con la Segunda Guerra Mundial, que en parte se libró antes en España en la Guerra Civil, y volvió a pasar con la Guerra Fría que vino a socorrer al régimen de Franco. Pero la Primera Guerra Mundial parecía más lejana y sin embargo resultó muy cercana.
Varios historiadores han estudiado este impacto, entre ellos, y destacadamente, Julián Casanova (en diversas obras) y Francisco J. Romero Salvadó, cuyo libro España 1914-1918: Entre la guerra y la revolución resulta esencial para la comprensión del fenómeno. “España no entró en la guerra pero la guerra entró en España”, afirma con rotundidad. La Gran Guerra fue objeto y sujeto, espejo y proceso para España. Los estertores de la Restauración empezaron en estos años, y su falta de solución –denunciada por los regeneracionistas y por esa generación de intelectuales que se vino en llamar la Generación del 14, aunque no por la guerra sino por las iniciativas tomadas en ese año, entre otras la Liga de Educación Política- acabó llevando a la Monarquía a su final con el enorme error de la dictadura de Primo de Rivera y eventualmente, con la llegada de la II República y la Guerra Civil.
Los efectos de la Gran Guerra supusieron el despertar político y social de una población adormecida. De hecho la guerra, a través de la venta de material, supuso una bonanza en un primer momento para España. Pero de ella se benefició una minoría, mientras se generaban unos importantes aumentos de la carestía de la vida y otros problemas para la gente en general que impulsaron los movimientos sociales, ya fuera el anarco-sindicalismo sobre todo en Cataluña y Andalucía, o el socialismo en Madrid y otros lugares, con conflictos y grandes huelgas. Por no hablar del impacto tardío de la revolución soviética o del agravamiento de la cuestión catalana.
La elite política española se dividió ante esta guerra, o mejor dicho, puso de manifiesto una división larvada que se extendía entre la población. España mantuvo una neutralidad oficial pero por detrás hubo presiones para apoyar a una u otra de las dos partes. Una vez más en la historia de España la parte más avanzada, más liberal, se inclinó a favor de las potencias de la Entente (Francia, Gran Bretaña, con Rusia hasta la Revolución Soviética, a los que eventualmente se sumó Estados Unidos), mientras que las fuerzas más conservadoras, la Iglesia, el Ejército y la Corte, y por supuesto los carlistas de ultraderecha, tendieron más hacia las potencias centrales con Alemania a la cabeza. Incluso si España no entró en guerra hubo dos millares de españoles –la mitad catalanes– que se alistaron en la Legión Extranjera francesa para luchar con Francia. Y desde luego los servicios de unos y otros sí llevaron a cabo una guerra secreta en España.
Esta fue una guerra que se libró no sólo para dominar Europa, o para evitar que el otro la dominara –aunque fue Europa la que acabó malherida–, sino también los imperios coloniales a los que España, pese a ser venida a menos, no era ajena, volviendo una y otra vez en las consideraciones sobre si entrar o no en el conflicto, las ambiciones sobre el conjunto de Marruecos y Tánger, además de la recuperación de Gibraltar, obsesiones que volverían en la Segunda Guerra Mundial.
España quedó marginada, pero la Gran Guerra la transformó. Probablemente no llegó a recuperar su tiempo histórico europeo hasta el ingreso en la hoy llamada Unión Europea en 1986. Conviene recordarlo, y comprobar siempre cómo lo de fuera acaba impactando sobre lo de dentro, lo queramos o no.