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Lo más insoportable de cuanto se dice en torno a la venida de Juan Carlos es que fue el artífice de la Transición, la persona crucial para el establecimiento de la democracia en España. Es insufrible porque no es verdad, aunque se repita una y mil veces. Porque el entonces rey, designado por Franco como su sucesor, fue prácticamente un sujeto pasivo del proceso diseñado y actuado por otros y su papel en aquellos años se limitó a no oponerse a que tal proceso tuviera lugar. Y lo hizo porque alguien debió hacerle comprender que si no actuaba así iba a durar muy poco en el cargo. No por convicción ni principio alguno.
La única guía que ha seguido Juan Carlos en su actuación como jefe del Estado, y también después, ha sido la de satisfacer sus intereses personales. Han sido los demás, muchas veces incurriendo en graves contradicciones con sus principios, los que han ido adecuando el decurso de la acción política e institucional a tales intereses. Esa es la clave de la Transición y de lo que vino después.
Como rey nunca renunció a nada que él consideraba que le pertenecía, según los criterios más antiguos de los monarcas clásicos. Salvo al final, cuando ya había traspasado todas las líneas rojas e hizo todo cuanto pudo para permanecer en el trono a pesar de que era ya la persona más desacreditada de España. Hubo que arrancarle la abdicación a favor de su hijo Felipe, que llegó al cargo en las peores condiciones imaginables después de haber vivido décadas a la sombra de su padre y de sus desmanes.
Dejando de lado, y a la interpretación de cada cual, el oscuro episodio de sus contactos con los golpistas del 23 de febrero de 1981, la otra cara de su reinado fue siempre la corrupción. Según muchos indicios y revelaciones de personas próximas a esas prácticas, empezó a recolectar fondos para su causa personal -la de no terminar dependiendo de la caridad de sus más fieles, tal y como le ocurrió a su padre y a su abuelo- prácticamente desde sus primeros años de ejercicio. Pillar de cualquier actividad en la que estuviera mínimamente implicado, y alguna vez forzando esa implicación, se convirtió para él en una obsesión.
Con el resultado de que amasó una fortuna que lo convirtió en una de las personas más ricas de España. Ya desde finales de los años ochenta del siglo pasado empezaron a llegar a los ambientes periodísticos indicios muy claros de escándalos muy concretos en los que Juan Carlos estaba implicado. Su intermediación en el comercio de petróleo con Arabia Saudí, o sus relaciones económicas espurias con el entonces banquero Mario Conde tuvieron incluso reflejo en los periódicos. También alguno de sus escarceos amorosos.
Pero no pasaron de ahí. Se estableció entonces, y se reprodujo cuantas veces hizo falta, una trama de silencio, en la que participaban políticos, fuerzas vivas, magistrados y periodistas, todos ellos de postín, para que esos indicios se quedaran en nada. Y así fue. En todos los casos, que no fueron pocos. Pero sólo hasta hace algunos años.
Juan Carlos debió sentirse entonces intocable y omnipotente. No sólo las leyes le otorgaban una difícilmente justificable inmunidad a prueba de bombas, sino que todos y cada uno de los que podían aguarle la fiesta daban cada día pruebas fehacientes de que no iban a hacerlo.
Muy al principio de sus casi cuarenta años de reinado debió comprender que tenía la sartén por el mango. Que en España nadie con un poder real se atrevería a colocarse frente a él para provocar un cambio, porque éste supondría un desastre institucional difícilmente controlable, un auténtico desastre.
Nunca fue un intelectual. Alguien que le visitó en su residencia privada cuando era príncipe, sometido como un pelele a los designios de Franco, contó que el único libro de su biblioteca era uno titulado: “el uso de la ametralladora en zona de colinas”. Ni tampoco un político avispado. Pero sí tenía un sentido claro del poder, una asignatura que se aprende desde niños en ambientes como el de su familia. Y ese sentido le hizo comprender su excepcional colocación en el entramado institucional. Y también que gozaba de algo parecido a una patente de corso porque nadie -ni en la derecha ni en la izquierda y tampoco en los nacionalismos periféricos- tenía interés alguno en provocar su caída.
Y fue a más. Hasta que se pasó. Con excesos descabellados y dejando pistas con las que se pudo empezar a montar una operación de fuste contra él. Y parecía que algo así se iba a concretar. Pero entonces, viendo que la situación de Juan Carlos había llegado a un punto insostenible, se montó la operación para su relevo. Desde el gobierno socialista, pero con apoyo de personajes cruciales del PP, del dinero y del mundo nacionalista.
Fue un hecho clamoroso. Pero sus autores debían de tener claro desde el primer momento que no se iba a ir más allá. Y que el espectáculo de su hija y de su yerno condenados por los tribunales, gracias a la acción de un juez que se jugó todo por tamaña osadía, no podía producirse con Juan Carlos. De ahí que el archivo de las causas que contra él se habían incoado fuera una noticia prevista desde el momento mismo de su apertura.
No se podía juzgar al entonces ya rey “emérito”, porque los cargos eran tan graves que hacerlo suponía poner en cuestión la legitimidad de Felipe VI y, una vez más, el futuro de la monarquía misma. Y unos jueces se prestaron a echar arena sobre el asunto.
Juan Carlos estaba ya en Abu Dabi. Y no se había ido con la cabeza baja, indicando que sabía que había hecho algo malo, sino porque le convenía. Porque en España la cosa se le había puesto desagradable y en ese país árabe iba a estar muy bien.
Pero él, que siempre hizo lo que le dio la real gana, quería más. Empezando por volver a España sin el mínimo gesto de arrepentimiento y para satisfacer el capricho de volver a una de las cosas que más deben gustarle, las regatas de veleros. Y, además, con el aplauso de sus seguidores incondicionales, que no son pocos, a los que se ha sumado con toda suerte de gesto solemnes, el PP, la representación institucional de la derecha.
Se ha salido con la suya una vez más. Y quienes no están de acuerdo con su osadía se limitan ahora a decir que, al menos, tendría que dar “una explicación” de los desmanes que ha cometido durante décadas. No se puede descartar que lo haga. Tal vez de eso ha hablado con su hijo. Pero, ¿para qué va a valer eso?
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