Cinco años después, Grecia vuelve a otro momento definitivo, pero esta vez parece que va en serio. No importa todo lo que ha ocurrido desde entonces. Al final, estamos donde estábamos en 2010. El máximo responsable de la Eurozona, el ministro holandés Dijsselbloem, lo ha dicho en la tarde del sábado en Bruselas: “Grecia debe pagar sus deudas”. El imperativo moral no ha perdido fuerza en el credo oficial de la UE. Contra toda lógica económica, los responsables de la troika afirman que la receta para salir del agujero es una dosis aún mayor de la medicina que hasta ahora no ha funcionado. Y a los dirigentes de Syriza se asigna el papel de herejes a los que hay que lanzar a la hoguera.
Ante esta teología, que hasta deja perplejo al anterior director del FMI, Strauss-Kahn, Syriza ganó las elecciones cuestionando sus principios. Obtuvo una clara victoria y los sondeos revelan que la opinión pública no le ha dado la espalda. Lo que no podía obviar era un dato incuestionable: Grecia era un Estado en bancarrota y continúa siéndolo, y no puede dejar de serlo, porque se le rescató del destino inevitable para que siguiera pagando sus deudas, no para que saliera de la mayor recesión que ha sufrido un país desarrollado desde la Segunda Guerra Mundial sin mediar una guerra.
El teatro financiero obligaba a mantener esa ficción. Así se podría seguir diciendo que la eurozona era en sí misma una garantía de que todos sus integrantes pagarían sus deudas. Vender sus bonos a un interés moderado o bajo sería posible porque todos pagaban sus deudas. El futuro del euro –cuestionado por aquellos que se preguntaban cómo varios países pueden tener la misma moneda sin contar con la misma política fiscal– estaba asegurado porque todos los que usaban esa divisa pagaban sus deudas. Con muchos menos mandamientos, se han creado religiones que han durado siglos.
Y por el camino se salvó con fondos de las instituciones europeas a aquellos que habían comprado deuda griega antes del hundimiento. No podían perder su arriesgada inversión. ¿Por qué? Porque en la nueva UE todos pagan... ya conocen el resto de la frase.
La lógica que ha empujado a Alexis Tsipras a convocar un referéndum en su país es también más política que económica. Al menos, busca conseguir algo que debería ser importante en una democracia: legitimidad. Con ese activo, deja en manos de los ciudadanos griegos la decisión sobre su futuro inmediato y le confiere al Gobierno la plena capacidad para obrar después en consecuencia.
No sabemos qué decidirán los griegos. Podemos suponer que Syriza intentará que rechacen lo que el Gobierno ha rechazado en las negociaciones: más recortes y más austeridad. Podemos imaginar que la oposición buscará convertirlo en un referéndum sobre la permanencia de Grecia en la Eurozona, y por tanto en la UE. Ambas posiciones son lógicas y ninguna es una mentira. ¿Quién puede estar seguro de lo que pasará después?
Eso es lo que permite a Tsipras una jugada que no es del todo legítima. No puede decir a sus compatriotas cuáles serán las consecuencias de su decisión si votan 'no'. Les obliga a dar un salto de fe, a confiar en que el voto contrario obligará a la troika a reflexionar sobre lo ocurrido estos cinco años y a realizar una oferta mejor a Atenas. Tsipras dijo el sábado en el Parlamento que con el 'no' “tendremos una posición negociadora mucho más fuerte”. Yo no apostaría el destino de todo un país por que eso vaya a suceder, mucho menos después de lo ocurrido en Bruselas este sábado.
En una encuesta tras otra, los griegos han dicho que están a favor de continuar en la eurozona. ¿Pero a qué precio? Ese debate no ha surgido con total claridad en Grecia, aunque algunos ministros de Syriza sí han sido muy sinceros al opinar que en ciertas condiciones no se puede seguir, aunque el precio sea volver a la dracma. En sólo una semana, el Gobierno debería mostrar algo más de su estrategia futura, y no sólo limitarse a denunciar la actitud de Bruselas.
Quien parece tenerlo claro es la troika. Al menos, los ministros de Finanzas de la Eurozona han considerado la consulta poco menos que una declaración de guerra, y como tal han reaccionado. En el 'chicken game' que han sido estas negociaciones, los gobiernos han tenido la última palabra. No habrá prórroga hasta el 5 de julio –fecha del referéndum– de las condiciones del programa de rescate, como había solicitado Tsipras el día anterior. No tendrá esos días de alivio para encarar la votación.
Escribí hace unos días que la troika sólo dejaba a Tsipras la opción del suicidio financiero o el político. Como no está dispuesto a aceptar lo segundo, es posible que tenga que afrontar lo primero. El eslabón más débil de su cadena son los bancos. Hay que recordar lo que dijo Mervyn King cuando era gobernador del Banco de Inglaterra. Quizá no sea muy racional iniciar una fuga de depósitos y dejarse llevar por el pánico, pero unirse a ella cuando ya ha comenzado sí puede ser una decisión perfectamente racional.
Nadie quiere que aparezcan sus huellas digitales en la escena del crimen. El BCE, tampoco. Hasta ahora ha mantenido con vida a los bancos griegos. No quiere que parezca después que el banco central dio el tiro de gracia al enfermo. Pero también dijo que mantendría esa aportación de fondos mientras hubiera apoyo político que la respaldara. Los ministros de la Eurozona podrían haber concedido el sábado ese respaldo. No lo han hecho.
Hay opciones concretas para que no todo salte por los aires antes del 5 de julio. El Gobierno griego podría imponer un día festivo el lunes en los bancos, pero no mucho tiempo más. También podría, previo acuerdo con el BCE y la Comisión Europea, imponer el control de capitales, que es algo que por ejemplo han reclamado algunos dirigentes del ala más izquierdista de Syriza para poner fin a la salida de fondos.
El apoyo del BCE y la imposición de un control de capitales bajo ciertas condiciones podrían ser sendos instantes de cordura en esta carrera hacia ninguna parte. Si debemos guiarnos por las declaraciones escuchadas este sábado, hay que temerse lo peor.