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Hambre de fama

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Hace poco leí algo que me impactó: alguien pedía en una red social que las personas que quisieran desplazarse a Valencia a ayudar lo hicieran a través de una de las muchas asociaciones establecidas que saben qué hace falta, dónde y cómo; seguía pidiendo que, por favor, dejaran de acudir, armados de cascos, palas y cámaras, a donde buenamente se les ocurra sin tener ni idea de lo que es necesario y, sobre todo, que no entorpezcan las labores de desescombro haciéndose fotos y vídeos, que dejen de hacer “turismo de catástrofe” porque, además de no servir para nada, resulta muy perjudicial para las personas que están bajo shock o han perdido familiares y haberes en las inundaciones.

No se me habría ocurrido la posibilidad de que existiera ese “turismo de catástrofe” aunque, si lo hubiese pensado un poco, me habría dado cuenta de que es lo mismo que sucede cuando hay un accidente de tráfico o una agresión violenta en la calle y enseguida se llena el lugar de personas ociosas que quieren ver qué ha pasado y, si es posible, fotografiarlo. Es lo mismo a mayor escala y parece que, además de la curiosidad natural en los seres humanos, es un desarrollo progresivo en nuestro siglo: cada vez sube más el deseo de presenciar y documentar desgracias y catástrofes, cuanto más terribles, mejor.

Creo que hay dos impulsos que se unen en este tipo de comportamiento: por un lado el afán de cotilleo, de enterarse de una noticia y comunicarla lo antes posible; por otro, la necesidad de colocarse en el centro de los sucesos y ser aplaudido por ello. En ambos casos, las redes sociales juegan un papel fundamental y han exacerbado ese deseo de siempre.

Antes, la curiosidad y el impulso de comunicar una noticia a los demás era una de las bases para las profesiones relacionadas con el periodismo, sobre todo para reporteros y fotoperiodistas. Cuando uno de ellos se personaba en el lugar de un crimen o una catástrofe, lo hacía en ejercicio de su trabajo. Ahora, sin embargo, todo el mundo, en cuanto tiene un móvil, se cree profesional y se planta donde sea para “informar” a través de sus redes sociales o de su blog o de un podcast que acaba de crear. Todo el mundo se cree con derecho a preguntar a quien sea, filmar cualquier cosa sin respetar mínimamente la intimidad de los demás, apropiarse de lo que está pasando sin consultar con quienes han sufrido la catástrofe o la violencia o el accidente. Como tienen los medios -más o menos- y tienen un público -también más o menos- piensan que tienen también el derecho.

En mi intento de comprender qué nos está pasando como sociedad, cómo estamos evolucionando, me asaltan imágenes y textos que me llevan a pensar en posibles explicaciones.

El mismo día, no sé ya si en una tienda o en un aeropuerto, vi un cartel que anunciaba un perfume llamado “Fame”. Por algún cruce de cables lingüísticos -y posiblemente porque la modelo que lo publicitaba era muy pálida y delgada-, no lo leí en inglés, sino en italiano y, por tanto, durante unos segundos, no lo comprendí como “fama”, sino como “hambre”, y eso me hizo pensar en los dos conceptos unidos: “hambre de fama”.

Decía antes lo de que, a las ganas de dar noticias, especialmente malas noticias, se une la necesidad de aplauso, de reconocimiento, de fama, aunque sea efímera, modesta e inmerecida.

Cada vez más se nota que las personas, de todas las edades y de toda condición, necesitamos el reconocimiento de los desconocidos para sentirnos bien. Desde que se inventaron los likes en las redes sociales, da la impresión de que hay cada vez más gente que está dispuesta a hacer lo que sea a cambio de recibir suficientes likes diarios como para segregar la dopamina a la que se han acostumbrado y que cada vez les hace más falta y en mayor cantidad. Como con cualquier otra droga, nunca es bastante.

Los seres humanos, que somos sociales por naturaleza, necesitamos la aprobación, el reconocimiento de nuestro entorno, algún aplauso ocasional, algún piropo, algún halago, que nos aseguren de vez en cuando que somos útiles, o guapos, o listos, que hemos hecho algo bien. Antes de las redes sociales, este tipo de aprobación se obtenía de la familia, de los amigos, de los maestros, de los colegas… de gente que nos conocía y que nos tenía afecto, personas de confianza que podíamos suponer honradas en su juicio, sinceras en sus palabras. Ahora ya no tenemos bastante con eso. A nadie le llena igual que su madre, su pareja o sus hijos le digan que está guapa; que su pareja, sus amigos o su abuelo le digan que lo ha hecho muy bien. Se agradece, claro, y sí que da un cierto calorcillo interior, pero -en general- nada comparable a recibir cien likes de desconocidos. Hemos llegado incluso al punto de dar likes a cosas como un reel en que se enseña el funeral de un familiar, lo que a mí me parece una aberración, aunque no todos lo vean así. Al contrario, mucha gente se siente un poquito acompañada cuando una noticia triste viene unida a un poco de eco mediático, de reconocimiento social.

Está claro que la necesidad de aprobación que hemos desarrollado nos está haciendo muchísimo daño. Cada vez hay más jóvenes que sufren de depresiones: El 15% de los adolescentes españoles presenta síntomas de depresión “graves o moderadamente graves”, según los datos de una encuesta elaborada por Unicef España con la Universidad de Santiago, con motivo del Día Mundial de la Salud Mental. No quiero asegurar que la falta de reconocimiento social sea la principal causa de las depresiones juveniles, pero es una de las más frecuentes.

Llegados a ese punto, por cierta lógica, cuando una persona, tanto si es joven como si no lo es, siente que no recibe la aprobación que necesita y que cree que merece, o no la recibe por el canal que más desea o por los motivos que más importantes le parecen, tiene que buscar una forma de conseguirla. Y ahí entroncamos, entre otras cosas, con el “turismo de catástrofes”. No todo el mundo puede conseguir likes por su éxito en el deporte, o en alguna actividad artística, o por sus viajes a lugares maravillosos, o por sus deslumbrantes parejas o por su cuerpo perfectamente moldeado, pero muchos llegan a la conclusión de que, si se presenta la circunstancia adecuada, pueden convertirse en el “héroe del momento” haciéndose fotos entre el barro de una ciudad destruida por una riada, o una avalancha de nieve o un terremoto.

En mi opinión, muchas personas que no tienen un trabajo o una dedicación de las que traen aparejada la fama o al menos cierta notoriedad -que no son cantantes, ni deportistas de élite, ni actores, ni periodistas de televisión o reporteros de guerra- buscan la manera de “serlo”, aunque solo sea durante unos días o unas horas con la esperanza de conseguir ese aplauso que se les escapa y que necesitan para sentirse aceptados y reconocidos. Me parece comprensible y, a la vez, me preocupa y me da un poco de pena porque sé -como ellos lo saben, aunque traten de olvidarlo- que se trata de algo efímero, que esos likes que van a conseguir y los van a hacer sentir mejor durante un rato, no se repetirán pronto y los dejarán aún más vacíos, porque ahora que saben lo bueno que es sentirse reconocido, la ausencia de reconocimiento les va a doler más. Y tendrán que empezar de nuevo.

¿No podríamos volver a disfrutar de la aprobación de nuestro entorno inmediato? ¿No podríamos proporcionar nosotros ese reconocimiento a nuestra familia, nuestros amigos, alumnos, maestros, compañeros de trabajo? Todos nos sentiríamos mejor y no tendríamos que ir como hienas, como buitres, buscando alimentarnos de despojos para recibir ese relámpago de dopamina que desaparece en un instante.

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